Érase una vez un viajero de caserío, por más señas pariente mío, que pasó los peores días de su vida en un viaje de vacaciones a la playa en verano al sur. Después de pasar toda la noche penando y dando vueltas entre las sábanas sudando de calor, la etxekoandre, es decir, su mujer, le mandó a las cinco de la mañana con la sombrilla a la playa para tomar plaza, es decir, coger sitio para cuando ella y los morroskos fueran a la playa. Vamos, encima de puta poner la cama. Sufridor por naturaleza casera, soportó el envite y los días que le quedaban de vacaciones en familia. Cuando por fin llegó a casa se juró a si mismo y a la familia que nunca más volvería de vacaciones a la playa en verano al sur. Hoy es el día después de muchos años que sigue cumpliendo el juramento. Lo suyo son el rumor y frescor de las hayas y los caballos. Y no los cambia por nada del mundo. La piel se le puso roja y también la nariz. Le picaban hasta los apellidos. Eroriz, eroriz, oinez ikasten da. Cayendo se aprende a andar.