s cierto, o al menos a mí así me lo parece, que en verano muchos aspectos adoptan ritmos lentos, galbanosos, más pegajosos incluso, en estas semanas perpetuas de mascarilla. Colas para hacer burocracia, filas para entrar-salir-dudar en la piscina, o llevar el gusto de la bola de helado pensado para no atorar la impaciencia del respetable bajo el sol. Para algunos de estos casos, las grandes y modernas superficies echan mano del ingenioso y potente aire acondicionado que pasma el mercurio y lo cuadra en unos dieciocho grados espasmódicos bajo el destello del probador.

Aprovecho para hilar compras y tiempo para centrar un chascarrillo propio de diario estival. Podría encajar perfectamente junto a un encuentra las siete diferencias o unas cruzadas con ríos africanos. Aquí va.

Recientemente, en la Iruñea pre-covid, la marca tocaya de la capital maña en sus dos primeras sílabas lavó la cara a un emblemático edificio eusiano del Ensanche de la ciudad inaugurado en 1926, y colocó tras sus cristaleras cientos de ropajes que ofrecer a la ciudadanía. Un lugar escogido, seleccionado, estratégico y apreciable en la distancia por su altura, arquitectura, y, sin duda, por el reloj-termómetro electrónico que decora su atalaya desde 1979, por cierto, el primero de esas características en la capital navarra.

Pero así las cosas, la vistosidad y capacidad informativa de dicho avisador del paso del tiempo ha dejado de tener importancia. Tras haber sido apagado en el proceso de rehabilitación del edificio, fue puesto en funcionamiento tras la puesta de largo del nuevo negocio. Hoy, y previsiblemente desde el último cambio de hora (28-29 marzo) que nos agarró encogidos de tripas en la incertidumbre de nuestras casas, despista a la calle con una hora de retraso, seis-siete grados de temperatura al alza, y cada vez más bombillas fundidas que avecinan los cuatros a unos y nos aproximan a un otoño “terriblemente helador”, cuando los signos positivo y negativo Celsius se visualicen indistintamente.

Existen muchos relojes emblemáticos paralizados por un desastre natural, un bombardeo o un error en la senectud de la maquinaria a la espera de un reajuste temporal. Una mañana de 2016 sentí el desenfoque de ver el reloj del Ayuntamiento retrasado varias horas por fallo de maquinaria. Miré el mío de pulsera para disipar la duda de no haberme confundido de horario, y lo comuniqué en el zaguán.

Ya sé que en la época de la tecnología un artilugio de este tipo puede pasar a ocupar la estantería de lo prescindible. Su altura y visión hacia la plaza de los Fueros no creo que lo merezcan. Ahora bien, si por dejadez o economía no interesa, más vale apagarlo y centrarse en el business textil de la bajera.

Siempre nos quedará Radio Reloj.