¡Qué belleza para los ojos y gusto en la boca crea esta hermosa y apreciada fruta, tanto si se ofrece a solas, en forma de pendientes o ligada en ramilletes, como si es negra lustrosa de Milagro o roja resplandeciente de la Cuenca! Lo sé porque ayudo a unos parientes de mi mujer, durante el período de recogida en esta zona de terreno, desigualmente cultivado, que produce cereza propia de mucha calidad. El lugar a donde voy es un valle modelado con campos rasos, en cuesta o escalonados de dispar anchura y longitud, dedicados a este cultivo. El transporte hasta ellos se hace en tractor, donde se cargan barcas de madera con plantilla de papel- cartón para depositar los frutos. Cada peón lleva un correaje de cuero con dos hebillas, al extremo y en medio, para rodear la cintura del portador y colgar la cesta. Además, alguna mujer usa una especie de dedal plastificado, como protector del dedo índice que tira de los mangos. En cuanto a la descripción del trabajo, hay dos clases de operarios: el grupo de temporeros búlgaros y el de familias (consortes, abuelos, hijos y parientes con alguna relación entre sí) que ayudan en horas conciliables con su actividad profesional, más el conjunto de nietos que, con su griterío, crean una vívida sensación de alegría y bienestar. La recolección se ajusta al proceso de maduración, el cual no es uniforme en cada árbol, por lo que solo se cogen las cerezas sazonadas y se dejan a madurar las restantes. Cuando se recolecta en parajes inclinados como Los bancales, hay que examinar minuciosamente dónde asentar los pies para no perder posición y rodar cuesta abajo. La jornada transcurre así, mientras la suave brisa de media tarde mueve las hojas que moderan el efecto del sol hasta que las campanadas de las 8 anuncian la descarga de la última cesta y el regreso a la bajera donde la sombra y el frescor acogen la cosecha hasta medianoche en que el dueño la lleva a Mercairuña.