l cabo de un día pasan por mi cabeza un número incontable de temas o asuntos que no puedo ordenar. Son dispersos y enmarañados, los más próximos imponen su engañosa lejanía y resisten la implacable invasión de los inminentes que también son remotos. Aquello que es remoto está inoculado de lo inminente por su propia esencia circular. Lo remoto regresa a lo inminente y viceversa, lo inminente a lo remoto. Es lo que te digo siempre Renata, aunque ese mohín indica que no te afectan mis cuitas y haces bien. Los recuerdos remotos copan mi visión y, lo que es peor, mi conciencia. La angustia de ser el spleen boqueante que solloza pese a todos los pesares. Imágenes bien definidas chocan unas con otras y se deshacen dando lugar a otras imprecisas, desventradas, absurdamente inconexas y tengo que lidiar con todo esto sin opción ni para la rebeldía ni para el olvido.

Ser un tumbado todo el tiempo absorto en la dulce levitación de las palabras, asido a un poco de morfina, ya sabes, por mis dolores externos e internos y su triste intersección que aboca en agonía. Inserto en la quietud poética de las cosas, diciéndote amor aunque nunca te haya amado porque no alcanzo ese grado seguramente inalcanzable para los tipos que hemos de dar en tumbados. Por no hablar de la nostalgia que es pieza angular de mis altibajos. La nostalgia. El modo subrepticio, raptante diría yo, como se presenta cuando no hay objeto porque no he vivido nada con la suficiente intensidad para sentir nostalgia. Otra cosa es la saudade, que es una herida por derecho propio porque es la saudade del matiz: de una altura del sol, de una hoja translúcida apenas reflejada en el río ondulante, de una plaza iluminada y aquel son de la banda municipal que siempre era el mismo domingo tras domingo, el ocaso de la tarde languideciendo entre la sombra de la iglesia y el repique de campanas, la obertura irredenta de las voces chillonas de los chicos alborozados, una vaga sensación de derrumbe, una hemorragia incontenible, saudade de la sangre, del dolor quieto que precede al terror, al horror de estar vivo sin objeto alguno, colgado de un extremo que es el último filamento de un único precipicio. Sí, la saudade de una emoción punzante que nunca existió, no de esta manera desleída y neutra, sin ningún vigor. La emoción indolora de las plantas. He pensado en esto mi querida, en esta sutil transformación de energía en la floresta radiante de las flores. Mira Renata dónde tengo la cabeza. Es una clase de belleza que no se provoca, ajena a la mano inclemente del hombre, un flujo expansivo que enmudece. Es una pobre definición, pero no hay modo de definir la naturaleza serena de las plantas, y si lo hubiera no puede sustanciarse en ninguno de los precarios idiomas de los que se sirve el hombre. Así son las cosas. La saudade de la propia saudade es el único placer que puedo permitirme porque todo lo demás es de condición perturbadora. Pocos verbos como éste, perturbar, que no me ha abandonado nunca, y esto sólo puede significar que existe un grado de existencia no verificable que es en sí el embrión eternizable de la energía. Es cuanto puedo decir. Hablar de la saudade y la nostalgia como estados distintos no es síntoma de dispersión, ni siquiera de perspicacia. Es sólo un síntoma que no puede adjetivarse. Los síntomas sólo pueden ser estudiados y en eso estoy, alejado del mundo y sus enjambres. Un estigma de profundis nacido de un modo de sabiduría que poseen algunos hombres que ya nacieron malheridos. Yo soy uno de ellos. Un malherido. Seamos claros: la saudade y la nostalgia son querencias ancladas en el estado original del hombre, en el más remoto, en su primer día sobre la tierra. Un lugar mental que no pueden reproducir aunque se esfuercen. Únicamente la saudade se aproxima y no siempre.