ecientemente hemos vivido duros momentos a consecuencia de las catastróficas crecidas del Ebro, que han causado los peores daños en décadas en nuestra Ribera nabarra. Para paliar dichos daños han declarado, junto al resto de tierras dañadas, zona catástrofica, lo que esperamos que mitigue las graves consecuencias en el agro de la zona, en viviendas, así como en el resto de sectores de la economía, para que tenga la menor repercusión posible en la vida de nuestros pueblos riberos.

Un joven de Buñuel, dedicado al campo, me contaba hace unos meses lo duro que fue quedarse sin trabajo en la crisis de 2008, una situación que no debería repetirse activando cuanto antes las ayudas prometidas tanto desde el Gobierno de Nabarra como del estatal. Es positivo que la respectiva presidenta y presidente hayan visitado in situ la zona. Tristemente, las pérdidas humanas son irreparables.

Una señora de edad, lo que implica experiencia, también de Buñuel, señalaba a una televisión, Antena 3, que esto se venía venir. Antes se dejaba entrar a las ovejas al soto del río, se sacaba la grava para usarla en la edificación de las casas y se recogía la leña, que evitaba incendios, para calentar los hogares. Con lo anterior se limpiaba el cauce del río que es lo que hace falta, porque si el cauce está muy lleno el agua se desborda antes.

Un amigo de la misma localidad, muy implicado en el bienestar del pueblo, indicaba lo mismo, que hay que quitar las montañas de grava y reforzar los diques para evitar más trágicas pérdidas de cosechas, trabajo y sustento de agricultores.

Lo anterior me recordó lo que nos contó hace años un señor en Villadiego (Burgos), donde tenían establecido desde hace siglos cuál debía ser el nivel de grijo en el río a fin de regular las aguas en crecidas. Había una marca hecha en un pequeño puente medieval y la grava que superaba ese nivel es la que podían recoger los albañiles, que después era vendida en la plaza.

Nos tocó vivir las increíbles inundaciones de 1983 en Laudio/Llodio (Araba), donde las torrenciales lluvias en zona de barrancos hicieron que el río se volviese un mar, y los humildes arroyos torrenciales caudales imposibles de atravesar. Las aguas del Nervión cogieron tal nivel que invadían las carreteras, más elevadas que el río, con tanta fuerza que veías cómo se llevaban camiones, vacas, coches... como si de corchos se tratasen. Enormes troncos cegaron los ojos de los puentes, levantaron asfalto, se llevaron algunos caseríos... Hubo seis víctimas mortales, la última arrastrada por las aguas, localizada en Arrigorriaga días después. El pueblo se quedó incomunicado con puentes rotos, falta de telefonía, ya que no había móviles, luz y agua.

Tuvimos que dejar los coches en zonas altas, sin saber si los alcanzaría el agua. En un todoterreno nos llevaron, con el agua que había invadido la carretera y superaba un metro, hasta un alto donde nos quedamos aislados. Barrio Bitorika. De cinco casas, sólo una estaba libre de aguas y derroñadas. Nos vinieron a buscar de esa casa, e incluso me insistieron, pues iba con una hija pequeña. Pasamos la noche viendo subir las aguas sin parar. Momentos trágicos al ver una casa rodeada por el río con dos hombres dentro, uno sin movilidad. En las catastrofes es donde surge la gente excepcional como los que nos ayudaron a nosotros y a otros.

El Gobierno de Garaikoetxea actuó con celeridad. Puentes nuevos, aumentar el cauce de la zona inundable, lo que ha evitado nuevas inundaciones, que aunque no tan graves se daban. La solidaridad fue ejemplar. Vecinos de Tafalla y otros lugares vienieron a ayudar.

En mi modesta opinión la lección que podemos sacar es que, respetando naturaleza y cauces de los ríos, se tomen medidas como las citadas y otras de mantenimiento para evitar que la tragedia se repita con estas dimensiones. He entendido siempre que tenemos que potenciar los productos de nuestra tierra, sintiendo los productos de la Ribera como Km0, y ahora más. Lo dicho, solidaridad con nuestros pueblos así como con las zonas vecinas que han padecido la inundación.