Desde hace algunas semanas Renfe ha comenzado a solicitar el DNI al acceder al tren. Es consecuencia de sus última modificación tarifaria, consistente en añadir extras a un precio base. Los billetes son ahora nominativos, y para cambiar el titular hay que abonar entre 30 y 40 euros extra. La compañía expone en su web que es una medida antifraude y de precaución ante la pandemia. Pero a nadie se le escapa que el objetivo es impedir la compraventa entre viajeros, resultando en un incremento de tarifas encubierto. Ocurre porque el algoritmo de Renfe hace que suban los precios conforme se llenan los trenes. Se ponen a la venta unas pocas plazas con un precio base bajo, a las que solo pueden optar los viajeros que compran sus billetes con mucha antelación. Ante la imposibilidad de vender el billete, quien finalmente no puede viajar lo pierde, con lo que se infla el sistema con asientos vacíos, resultando en precios más caros para los siguientes compradores. Esto es especialmente grave en la línea Madrid-Pamplona, que está infracomunicada. Existen solo tres conexiones diarias, que además cubren trenes S-120, que tienen una pésima distribución: de sus ocho secciones, tres son de clase preferente y cuatro de turista, mientras que la última está dedicada a la cafetería. Es decir, el 43% del convoy son asientos muy caros. Ante la escasez de plazas de turista los precios escalan rápido, con el resultado de que el medio tren dedicado a preferente circula prácticamente sin pasajeros, que van amontonados abigarradamente en la mitad dedicada a turista. Es un claro desprecio de la compañía a las políticas de distanciamiento social y desvela la hipocresía del sistema nominativo de billetes. Pocas semanas antes de este cambio tarifario el Gobierno anunció unas ambiciosas políticas medioambientales. Se esperaría que la compañía ferroviaria estatal sea accesible a todos los ciudadanos, haga una fuerte competencia frente al automóvil y el avión y vertebre el territorio. En cambio, tenemos Renfe.