a reciente proposición de ley presentada en el Parlamento de Navarra encaminada a dar fijeza laboral al profesorado de Religión ha generado una serie de reacciones y comentarios que no pueden ser más desafortunados. Ciertos “defensores de los trabajadores” parecieran anhelar para este colectivo la situación de los católicos en la Irlanda anterior al siglo XIX.

Porque pretender que puedan ser despedidos, después de tantos años de dedicación (en algunos casos varias décadas) -en los que ya se venían sufriendo muchas reducciones de jornada injustificadas- por el hecho de ser “de Religión”, no deja de ser un sectarismo parecido al de aquella monarquía anglicana que obligaba a los católicos a contribuir con sus bienes al Estado, para después negarles sus derechos civiles y sociales básicos.

Y es que quienes optan por la asignatura de Religión son familias que sostienen con sus impuestos el sistema educativo y a la propia Administración. Sólo desde el sectarismo y la imposición se les pueden negar sus derechos. Asimismo, los profesores de Religión no son una imposición de ningún régimen, sino que son los docentes de un área fundamental para educar y desarrollar los derechos de la persona. El área de Religión, tan cuestionada, es uno de los fundamentos más eficaces para educar y desarrollar los derechos de la persona.

Las más importantes y más antiguas tradiciones religiosas y éticas han legado unas reglas de oro que traducen las exigencias fundamentales que se puede plantear cualquier ser humano por el hecho de serlo. El Decálogo (Ex 20, Dt 5) expresa los deberes que defienden los derechos. También para los orientales asiáticos, los deberes son antes que los derechos.

Desde el punto de vista de la Teología y de la Historia, la enseñanza religiosa hace aportaciones esenciales para una verdadera cultura de los derechos fundamentales a partir del pensamiento legado por la tradición cristiana.

Así, tenemos en la Escuela de Salamanca, sobre todo en Francisco de Vitoria y Bartolomé de las Casas, el pensamiento que inspiró el Derecho Internacional y la posterior Declaración Universal de los Derechos del Hombre (1948).

De hecho, una enseñanza preciosa de esta Escuela es la distinción entre el poder civil y el poder espiritual, que nos previene de caer en la teocracia. Los mismos autores previenen también de la tiranía, que se da cuando el poder político se extralimita conculcando derechos fundamentales. En este sentido, no es verdad, como se pretende, que las alternativas sean la teocracia o el laicismo de Estado. Ambos son injustos.

El hecho de que la Constitución afirme que “ninguna confesión tendrá carácter estatal” (art. 16) significa que, a diferencia de lo que ocurre en Inglaterra donde la reina es la cabeza de la Iglesia Anglicana, aquí la autoridad política no es la autoridad religiosa. Por tanto, no hagamos tanta demagogia, que nadie pide una teocracia, ni privilegios, sino solamente el respeto a los derechos del alumnado, el profesorado y las familias y una formación integral que no margine una dimensión esencial de la persona que es común a distintas tradiciones religiosas y a la misma razón humana.