Siempre me han causado mucho asombro las pastillas solidarias, esas que te las tomas tú y se cura la población en África. No es broma, ni truco ni milagro. Simplemente es el ingenio de algunas personas que no hacen otra cosa que pensar todo el tiempo en los demás. Y por eso mismo inventaron esa estratagema. Nosotros pagamos un dinero por unos hábiles caramelos que no sueñan otra cosa que ser pastillas para curar, y es precisamente ese dinero el que de manera indirecta consigue el anhelo de servir para eso. Es una variante del efecto placebo con el que creemos sanar el mundo pero este sigue en sus trece, a la deriva, porque también somos igualmente ingeniosos para producir la simetría contraria.

Hace más de un año, un día nada diferente de cualquier otro, salió de manera espontánea una conversación con un carretillero del puerto de Barcelona sobre lo surrealista que resulta traer ciertas mercancías desde el otro lado del mundo si, como se dice con socarronería, cuesta más la salsa que los caracoles. Me enteré entonces que llegan contenedores repletos de madera de Brasil. Le pregunté con ingenuidad: ¿será madera que no tenemos aquí, madera especial, cara, como la preciada caoba por ejemplo? ¡Qué va!, replicó. Es madera de encofrar. Entonces me acordé de las pastillas solidarias y me dije que tampoco sería nada raro que construyamos casas aquí y se queme la selva del Amazonas allá, que cuidemos nuestros montes cercanos y devoremos con ansia glotona las selvas lejanas. Amazing quiere decir en castellano “asombroso”. No sé qué causa más asombro, si la belleza y dimensión de las cosas magníficas que guarda el pulmón del mundo y corazón del Brasil, o la despreocupación y la rapidez con la que estamos devorando silenciosamente ese templo verde imprescindible para la respiración del planeta.

Un quisquilloso entrometido me hizo para fastidiar una pregunta con trampa: con los incendios que hemos sufrido este año aquí, ¿estarán construyendo más casas en Brasil? Sí, desde luego, le respondí como pude, tratando de ironizar. Las colocan en mitad de la selva y después les dan fuego. A los indígenas les cuentan que las construyeron con madera española dañada con los rayos de las tormentas y que en su interior escondía el fuego dormido. Todo para quedarse con sus tierras. El entrometido no replicó. Yo se lo agradecí. La ironía es la sonrisa del triste, pensé. Flota sobre el mundo una tristeza que no percibimos. Como la contaminación, solo se ve si te alejas.