A Javier Zazu siempre le ha gustado tener la tienda “llena, llena, llena” para que al cliente “no le falte de nada”. Estas últimas semanas lo está pasando “mal” porque en las estanterías hay “demasiados huecos” y porque no tiene todo el género que le gustaría. “Cuando me preguntan por qué, les enseño el cartel”, afirma. Es una cartulina naranja en la que se lee Cierre por jubilación. Tras cinco décadas detrás del mostrador, Javier se jubila, Casa Antonio –fundada en 1951– bajará la persiana y la avenida Carlos III dirá adiós al último ultramarinos. “Me da pena porque el negocio lo fundó mi padre y aquí he vivido de todo, pero estoy muy cansado y necesito descansar. Durante los últimos 50 años he trabajado 11 horas al día”, expresa.

"Me da pena porque el negocio lo fundó mi padre y aquí he vivido de todo, pero estoy muy cansado y necesito descansar. Durante los últimos 50 años he trabajado 11 horas al día"

Javier Zazu

Su padre, Antonio Zazu, era pastor de ovejas en el valle de Salazar, cambió el campo por la ciudad y el 1 de febrero de 1951 –junto con su mujer Conchita Piramuelles– fundó en la avenida Carlos III 34, Casa Antonio, tienda de alimentación y droguería que pronto se convertiría en referente del Ensanche. El matrimonio tuvo tres hijos, vivían en la calle Gorriti –en frente del ultramarinos– y Javier, a la salida del colegio, se pasaba por el negocio y echaba una mano. “Con 8 años, subía al almacén, bajaba con una caja repleta de jabones y lejía –recita de memoria marcas que ya son historia– y rellenaba las estanterías. Lo mamé, nací para esto”, recuerda. Javier comenzó estudios de impresión en Salesianos, suspendió una evaluación de dibujo y el centro no le dejó continuar. “Era obligatorio aprobar dibujo, taller y tecnología. Eran muy estrictos”, comenta.

Javier tenía 15 años, su padre le dio una carretilla con cajas y se puso a repartir pedidos por domicilios del barrio. En uno de esos primeros viajes llevó la compra a una clienta que vivía en un sexto sin ascensor, llegó al piso “agotado”, dejó la compra en la barandilla y tocó el timbre. “Cuando me volví la caja se había caído por el hueco de las escaleras. Las botellas por un lado, los huevos por otro... Un desastre”, confiesa. En esa época también descargaba productos del camión, subía cajas al almacén... “Realizaba labores físicas en las que hiciera falta fuerza. Para eso era joven”, se ríe.

Javier veía cómo regentaba la tienda su familia, absorbía el conocimiento como una esponja y aprendió de forma intuitiva; adquirió más responsabilidades –gestión y contabilidad– y en 1978 estuvo al frente del ultramarinos por primera vez. “A mi padre le tocó un viaje a Argentina para el mundial de fútbol”, relata. Antonio se jubiló en 1988, su hijo cogió el timón del barco y se hizo dueño y señor de uno de los iconos del negocio: el gancho azul con el que se alcanzan las latas colocadas en las estanterías –diseñadas, construidas y pintadas por su padre– más altas. “Se abre y se cierra con una palanca, se coge el producto con las pinzas y se deja en la repisa”, explica.

Javier continuó con la filosofía de la tienda y siguió ofreciendo calidad: frutas y verduras que compraba en MercaIruña a las seis de la mañana, conservas “especiales” –Juncal, Miset o Beola–, productos de la tierra –quesos, chocolates Leyre, txistorra de Zubiri, embutidos Bacaicoa– o género que era difícil de encontrar en la ciudad como el arroz amarillo. “La gente de todo Pamplona venía a por él”, destaca.

Regaló un coche

Javier ha estado cinco décadas detrás del mostrador, los 38m2 del local encierran muchos recuerdos y en el ultramarinos ha vivido de todo: hasta regaló un coche a una vecina del Ensanche. “Era un Mini Morris. Tengo grabada la matrícula. NA-80000”, dice.

Durante la década de los 80 y los 90, el ultramarinos realizaba sorteos –frigoríficos, automóviles o vajillas– en los que los clientes debían comprar marcas concretas como Caldo Gallina Blanca o Tomate Orlando. En el caso del coche, una empresa de aceites repartía 10 Minis por el país, cada botella llevaba un boleto y una de las papeletas agraciadas estaba en las estanterías de Casa Antonio. “La señora entró por la puerta, se acercó al mostrador y me enseñó la botella de aceite. Me hizo una ilusión tremenda, le dimos el coche en la esquina de la tienda y salimos en la tele”, rememora.

Javier también se queda con el “ambiente majillo” que se formaba en el ultramarinos, que se convirtió en un punto de reunión del barrio: “La gente venía, hablaba y se ponía al día de los cotilleos de los vecinos”, descubre. El negocio conserva varias clientas de “toda la vida” que son fieles desde hace 40 años y nietos de antiguos parroquianos entran a la tienda para comunicar a Javier que sus abuelos compraban en la tienda. “Les identifico por el apellido”, explica.

En las baldas de las estanterías también reposan recuerdos duros. En 2005, su mujer Sagrario enfermó gravemente, le ingresaron en el hospital y el negocio bajó la persiana más de tres meses. “Estuvo muy mal”, revela. Javier no podía cerrar la tienda de forma indefinida, reabrió el ultramarinos y se vio obligado a dejar a su mujer –aún convaleciente– y a su hija de 7 años –Estíbaliz– en casa: “Se sacrificó más de la cuenta para que Casa Antonio siguiese abierto. Sagrario no ha estado en el mostrador, pero me ha ayudado mucho. Sin su apoyo y su fuerza no hubiera aguantado tanto tiempo”, reconoce.

Poco ruido

Javier se marchará sin hacer ruido. No habrá fiesta. Tampoco evento de despedida. El 30 de junio bajará la persiana. Ya está. “Quiero una jubilación sencilla y no darle bombo”, insiste. Tampoco tiene previstos grandes planes, simplemente descansar y disfrutar con su mujer y su hija. “Necesitamos pasar más tiempo juntos”, admite. Hasta pronto, Casa Antonio.