No dudo de que la idea central de este escrito sea para los romanos algo ya sabido, pero la primera vez que me sucedió esto fue un caso sin precedentes en mi vida, pues, a través de una situación concreta, repetida tantas veces, he aprendido más sobre el modo de ser de los italianos que leyendo un tratado acerca de su quinta esencia. 

En los años setenta del siglo anterior, trabajé de facchino o mozo de limpieza en el Hotel Tunnel, denominado Young en la actualidad, al otro lado del viaducto que comunica con el Quirinale, y a unos cien metros de la Fontana. 

Lo que voy a contar sucedía a diario, justo allí, en torno a la famosa fuente, donde yo permanecía hechizado durante horas, todos los lunes, día en que libraba del albergo: me sentaba frente a la majestuosa estatua de Neptuno en las graderías elípticas de piedra, con severa actitud de esfinge, para adivinar el enigma de cuatro apuestos italianos, en plena edad y condición de divertirse, que aparecían por allí, todos los días, a media mañana: corteses, de hermosa presencia, vestidos con trajes a la moda y corbatas de seda natural, o con prendas de indumentaria ocasional, adquiridas en las lujosas tiendas de Vía Frattina y Vía dei Condotti. Conscientes del privilegio de hacerse valer por su elegancia ante turistas suecas o alemanas tan de moda entonces, y seguros de tenerlas absortas por solo haber clavado su mirada luminosa en ellas. 

En suma, eran unos distinguidos Casanovas que dominaban con habilidad el juego romántico de la seducción, siempre prontos para actuar de cicerones, acompañando a visitantes extranjeras en sus vespertinos recorridos por la Ciudad Eterna, y siendo profundamente felices, después, en la Roma de ocio nocturno.