Hace unas semanas un experto explicaba públicamente que el brutalismo urbanístico era una tendencia arquitectónica caracterizada por el culto al cemento, propia de décadas pasadas. Si alguien consulta Wikipedia (si sigue googleando, el universo referencial al respecto es tan vasto como desolador), obtiene que “La arquitectura brutalista es un estilo arquitectónico que surgió durante la década de 1950 en el Reino Unido, entre los proyectos de reconstrucción de la era de la posguerra (...). El brutalismo apareció en el diseño de viviendas sociales utilitarias y de bajo costo influenciadas por los principios socialistas y se extendió a otras regiones del mundo. Los diseños brutalistas se utilizaron en el diseño de edificios institucionales, como universidades, bibliotecas, tribunales y ayuntamientos. La popularidad del movimiento comenzó a declinar a fines de la década de 1970, y algunos asociaron el estilo con la decadencia urbana y el totalitarismo”.

Sorprende que un estilo tan falto de integración con la naturaleza, tan arrasador de los árboles, tan abrasador en verano, tan resbaladizo en invierno, tan triste paisajísticamente, tan trasnochado respecto al cambio climático y a la mitigación urbanística de sus efectos, y tan obviamente inhumano en parámetros de lo que en la Unión  Europea se denominan Smart cities (ciudades cuyo primer objetivo es la habitabilidad de las personas), parezca ser el estilo de cabecera del urbanismo municipal de Pamplona. Al menos desde la era Asirón, ese autodefinido amante de la tierra autóctona y defensor de valores medioambientalistas, que taló árboles sin cesar por todos y cada uno de los barrios de Iruñea. No hemos mejorado en la presente legislatura: al contrario, parece que nos adentramos en la senda de arrasar con la vegetación urbana –un lujo en términos de hábitat y de calidad de vida–, en proyectos constructivos como El Bosquecillo, la remodelación del Paseo Sarasate –no perpetrada contra los árboles por los pelos– o el futuro/inminente parking de la plaza de la Cruz.

Si la alcaldía de una ciudad, ocupada por el color que elijan sus ciudadanos/as, desconoce que la protección de los espacios verdes, especialmente de los árboles, es una prioridad para la salud pública, el medio ambiente, la calidad de vida de la ciudadanía y la propia belleza de la ciudad, el desnorte es incuestionable. La Real Academia de la Lengua define “desnorte” como desorientación o despiste acentuados. Son ya tan acentuados que no pueden ser otra cosa que ignorancia con nefastas consecuencias. Ningún plan de 20.000 árboles nuevos puede sustituir todo lo que ya ha sido arrasado. Numerosas personas lo han reivindicado en otras cartas y alguna incluso ha defendido un árbol en las inmediaciones de la UPNA con su propia presencia física durante horas. La ceguera del urbanismo municipal en Pamplona raya en la necedad más absoluta, cuando la opinión pública, avalada por datos y no por la polarización ni la demagogia, expresa una y otra vez que es una barrabasada arrasar con los árboles como se está haciendo y se sigue planeando hacer. Próxima estación: derribar casi 50 árboles de la plaza de la Cruz y trasplantar una decena.

¿En serio? ¿Lo vamos a permitir? Deberíamos salvar esos árboles, porque son nuestros y hacen un servicio enorme a la ciudadanía. En 2006 la baronesa Thyssen se encadenó a uno para reclamar al entonces alcalde Ruiz-Gallardón que no eliminara los árboles ni la zona verde del Paseo del Prado. “No a la tala” se convirtió en titular. Por favor, que ese sea el titular de la plaza de la Cruz y no el triunfo brutalista. Recuperen el norte, corporación municipal.