Imaginen una máquina milagrosa, abundante, precisa. Vuélvanla planetaria. Y que siga siendo inquebrantable, madre de miles de maravillas, mercancías, microondas, medicinas, mensajes instantáneos. Imaginen un día en que nadie sabe pararla. Y sigue lanzando milagros, más veloces cada día, torrencial, sobre nuestros rostros. 

Y la máquina sigue, ya se volvió insaciable. Ayer se tragó las tradiciones, pero lo agradecimos; luego fueron las últimas labores sudorientas, y lo festejamos. Partíamos de festejo en festejo, sin tiempo para resacar. Luego la máquina nos dio la enormidad del todo en todas partes, para siempre. Celebramos el entierro más feliz para la enciclopedia (nada menos). Nos abrazamos hacia el gigante. 

Hacía tiempo que no había labradores, la máquina sorbía puré de paisajes con aldeas. Luego nos invitó a galletitas, cubriéndonos de regalos que matarían a mi abuela de insolación. Luego la máquina pidió la infancia para el desayuno, el deseo, la caricia, para merendar, y como llevábamos tiempo sin instrucciones se lo dimos todo. 

La máquina parece un dios griego comiendo criaturas. Da igual. Llámala chisme. Nadie sabe pararla y nadie sabe siquiera confesarlo, bailamos una música horrenda fingiendo que nos hace cada día más libres. El último que apague la luz. Confieso que lo hice ayer y encontré una tierra hermana.