“Hemos perdido la calle” sostiene don Florencio. Habría que explicitar los contenidos. ¿Perder la calle? No lo creo. En una ciudad como Iruña plagada de colegios eclesiásticos, conventos, iglesias por doquier, ahíta de santerías, procesiones añejas, devociones rancias, capisayos de ultratumba, religiosidad de banderas españolas y ostentosos estandartes, con alguna partida de dinero público para el Corpus, es difícil sostener que la Iglesia haya perdido nada. ¿Ha perdido dinero? Paradigma obsoleto de una Iglesia del dinero y el poder. Amiga de dádivas, escasa de justicia y equidad. Vivimos otro paradigma existencial y social. De ahí el choque entre dos concepciones vitales. Es en este sentido que la Iglesia ha perdido la calle.
Creo entender algo de lo que dice don Florencio. En Navarra es palpable el rechazo y la animadversión de amplias capas sociales a la institución católica. (La comunidad pobre y humilde de Jesús es otra cosa). La gente no quiere que se le anuncie nada, menos desde los púlpitos e instancias eclesiales. Ni que se le diga cómo vivir, cuándo morir o con quién acostarse. Jesús pobre no le es atrayente. “A mí me gusta el capitalismo” me espetó un colega.
Para las mujeres es inaceptable que sean los machos quienes decidan dar o no cargos a las féminas. O que se pronuncien sobre nuestros cuerpos y derechos reproductivo-sexuales. Infumable cualquier jerarquización exclusivamente masculina y antidemocrática. Caminos paralelos desde la incomprensión mutua.
La dicotomía Iglesia-mundo no es real. La Iglesia es el mundo. Cristo es patrimonio de la humanidad. Por toda ella murió. No hay diferencia entre creyentes y no. Todos somos uno en Cristo. El Padre pide ser adorado en espíritu. El único templo, Jesús. Ni valen algaradas religiosas. Al Padre se le ora en secreto dijo Jesús, sin parafernalias externas. En recóndito silencio. La calle, el espacio de colaboración de todo ser humano en busca de justicia. Mi respeto a quienes profesan esos ritos religiosos externos. El mismo respeto que exijo para mí.