Decido salir a correr de la forma en la que se deciden las cosas durante un periodo de vacaciones. Después de rumiar algunos pensamientos deslavazados y angustiosos, de esos que te dicen que estar sin hacer nada es perder la vida. Estaba estresado y asfixiado, así que haría deporte. Ya se sabe: “mens sana in corpore sano”. La sociedad moderna impone. Si no te mueves, si no publicas lo que haces, no existes.

Me calzo las zapatillas, me pongo la equipación propia de un deportista y añado una prenda diferencial, un reloj Garmin con una aplicación para deportistas. Entre notificaciones y el estrés de iniciar sesión, otra vez la dichosa contraseña olvidada de un intento anterior, reconfiguro a mi personal trainer de muñeca. Salgo con la ruta preliminar que la IA ha elegido para mí, con un ritmo calculado también según mis datos, y que suponen adecuados a tantos otros de mi franja de edad, estatura y peso. La sociedad moderna marca. Los indicadores señalan.

Comienzo cumpliendo con lo esperado. Estoy como hace varios años, pletórico. Pero pronto llegan dos notificaciones: una por confusión en la ruta, no me da el aire para más, y otra que avisa del empeoramiento del ritmo, minutos por kilómetro. Llega el declive. La alegría se convierte en autoafirmación de que mi estado físico es deplorable. Me paro. De nuevo, otra notificación: clín, “hay otros como tú alrededor, sigue su plan de entrenamientos”; y otra, clín: “Tú puedes, tu amigo/a ha conseguido el reto diario”. La sociedad moderna compara.

Me quito las zapatillas, bebo agua y, frente al frigorífico, borro la app de deporte. Clín, mi madre me invita a cenar esa noche, y le digo que sí. La familia y los amigos no juzgan, protegen. Mañana volveré a salir a correr.