El sábado pasado 10 de mayo cogí el tren de Pamplona a Zaragoza a las 9.20. Subimos a la carrera, ya que al parecer estábamos más pasajeros que asientos tiene el tren. Este tren, para el que no lo sepa, es una herencia de Cataluña, un cercanías con asientos tipo villavesa duros, con unos pésimos reposacabezas, enfrentados dos contra dos, así que a poco normales que tengas las piernas las llevas todo el viaje o encogidas o apoyadas en las del viajero de enfrente... ¡Y así más de dos horas!
También hay unos asientos laterales, de espaldas a las ventanillas, en los que al menos puedes estirar las piernas siempre que no pase nadie al servicio ni haya ninguna maleta que ruede por delante con la inercia del tren (puesto que tampoco hay portamaletas). Teníamos un chiquillo jugando con un móvil a un videojuego con un volumen excesivo que hacía que los de alrededor nos miráramos... La muchacha que estaba pegada a su asiento, educadamente y sonriendo le dijo: “Hola, perdona, ¿podrías bajar un poquito el volumen, por favor?”. El niño siguió a lo suyo, así como su padre y su otro hermano. Le volvió a decir otras dos veces... nada... Los demás nos mirábamos diciendo, ¡vaya cara! La cuarta se lo dijo a su padre... ¡¡La que se montó!!! Gritaba, los demás decíamos que se lo había pedido educadamente, que no le decía que lo apagara solamente que bajara el volumen... bueno.... Nos llamó racistas y, por supuesto, el niño siguió sin inmutarse la bronca absorto en su juego.
No contentos con la movida apareció en la siguiente parada un grupo de chicas, disfrazadas y micrófono en mano contándonos que su amiga se casaba e invitándonos a cantar con ellas. Hola Don Pepito, hola Don José.... Como siempre puede ir todo a peor, en otra parada apareció otra despedida, esta vez de soltero, con sus globos, sus gritos...majicos, pero gritones y con un globo que se ponía por encima de mi cabeza... En fin...
El problema de esto, al margen de que el tren no es el adecuado para este trayecto (por cierto, los carteles están en español y catalán), es que no hay una persona que ponga orden, a quien dirigirse en caso de un problema como el enfrentamiento con el padre del niño, y en ningún momento apareció el revisor para pedirnos los billetes.