De pequeño, las niñeras que tuvimos me formaron en la creencia de que los hombres no lloran y crecí convencido de que el llanto debilitaba. Pero ahora, al ver a mi hija educar a mi nieta, me doy cuenta de lo necesario que es soltar esas lágrimas que no he dejado brotar en más de seis décadas. 

Mi hija, al igual que mi nieta, no temen expresar sus emociones a través del llanto. Ambas me enseñan con sus actos que debo liberarme, ser valiente y permitir que las emociones fluyan; porque el llorar, como el amor, es parte esencial de la vida y nada de lo que avergonzarse, sino una manera de ser más auténticos. Cuando su hija llora, ella la acompaña y no la juzga, sabiendo que ese llanto es su forma de liberar lo que siente.

Y, a pesar de lo que opinen los machirulos, llorar es una necesidad emocional vital, tan necesaria como respirar, tiene efecto calmante y alivia el estrés. Se puede llorar como reacción a la tristeza o como expresión de alegría.

Yo, sensible y empático, racionalmente lo comprendo, pero no lo logro, aunque lo necesite. Lo cincelado en mi cerebro infantil, me bloquea y, si alguna vez lloro es un instante. No me desahogo. Ahora, gracias a mi hija y nieta trato de reconstruirme y asimilar que llorar no es un signo de debilidad, sino de valentía y que reprimirlo puede generar sufrimiento emocional que puede llevar a la depresión.

A partir de ahora, si ves a alguien llorar, basta de decir aquello de “no llores”. Dile en cambio: “Llora cuanto necesites, te vendrá bien. Aquí tienes mi hombro. Siempre estaré contigo”.