Guillermo del Toro y la nieve rosa
Dicen que en junio de 1816, en Roma, cayó nieve rosa. Que en Asia el monzón se alteró y trajo inundaciones devastadoras, y que en Norteamérica la sequía hizo otro tanto. Dicen que toda buena historia tiene un buen principio, y esta lo confirma. Aquel año sin verano fue el catalizador de una de las obras más influyentes de la modernidad: Frankenstein o el moderno Prometeo.
Hoy, Guillermo del Toro recoge el testigo de Mary Shelley y demuestra cómo narrar una fábula hasta sus últimas consecuencias. El director mexicano teje su universo estético -tan preciso como hipnótico- y nos introduce en la historia a los hombros de un gigante. Con mirada propia, desmenuza la novela y la ensalza como lo que siempre fue: una búsqueda incansable de identidad, sentido y amor. Profundo amor.
Porque Frankenstein, en el fondo, solo quiere alguien que le acompañe. “Estar perdida y ser encontrada, esa es la vida del amor”, dice Mia Goth en el papel de Elizabeth. Víctor, por su parte, encuentra en el duelo por su madre el origen de su sentido y, en su necesidad de crear, el enfrentamiento con su padre. Shelley también perdió a la suya al nacer.
Las obras nos llegan cuando deben. Esta lo hizo a mis manos hace unos días, justo cuando descubrí -a mis treinta- que, según la neurociencia, es la edad en que se consolida la moralidad: ese umbral entre lo que está bien y lo que no. Un profundo cambio. Del Toro compone con sus personajes una muestra de que, en la vida, recogemos dos o tres amores, cinco o seis sueños, algunos dolores y la transitamos, porque “mientras estés vivo, ¿qué más puedes hacer más que vivir?”. Como si fuera poco.
Y, sin embargo, hay una respuesta. Frente a la pérdida de la inocencia, el humor; frente a la fuerza que se extingue, la resistencia; frente a la frustración, la filosofía; y frente a todo lo demás, el amor. Porque, en el fondo, es lo más parecido que tenemos a un milagro.