En el último concierto al que asistí casi no pude ver al cantante porque me lo tapaban una oleada de móviles alzados. Todos estaban más centrados en buscar el mejor plano que en disfrutar del concierto. Parece que ya no miramos con los ojos, sino con la cámara, como si el valor de un momento dependiera de si puede compartirse o guardarse.
A veces, ni siquiera sabemos por qué sacamos la foto. Lo hacemos porque los demás lo hacen, como un rebaño. Basta con entrar en el Louvre para comprobarlo: una cola interminable de móviles frente a la Mona Lisa, mientras el resto de la sala, llena de obras igual de valiosas, pasa desapercibida. No miramos. Solo imitamos.
No estoy en contra de las cámaras, pero me preocupa que esta obsesión por inmortalizarlo todo nos haga olvidar que lo verdaderamente valioso de un instante es que no se repite.