ÉSTE es el título de una novela del boliviano Claudio Ferrufino-Coqueugniot (Cochabamba, 1960), publicada por Alberdania, que recibió el prestigioso premio Casa de las Américas del año 2009. A Claudio Ferrufino lo conocí (de lejos) hace dos años en Santa Cruz de la Sierra, en una feria de libros a la que ambos estábamos invitados. Fui a escuchar la presentación de su novela. Sin convenciones ni circunloquios, habló de esos inmigrantes, exiliados, desarraigados que escriben (cuando lo hacen) desde su expatriación, su desarraigo, su soledad, su condición de explotados casi siempre, allí donde fueron en busca de una vida mejor, y sobre esa falacia de la lengua común siempre en beneficio de alguien que quiere sacar ventaja de esa comunidad de bombo y platillo. Ferrufino-Coqueugniot anunciaba poco menos que una nueva literatura, sobre todo por lo que se refería a la lengua castellana; algo que vamos a ver aquí enseguida. La suya fue una intervención dura y brillante, muy poco complaciente con lo que se lleva. La de Ferrufino no es una literatura de campus y cátedra. Es de calle, de cabina telefónica y de casas patera.

La de Claudio Ferrufino es una novela, dura, implacable, desgarrada, arriesgada en su escritura, como hoy ya arriesgan pocos escritores, porque saben que si lo hacen no venden, porque de lo que se trata es de vender, no de crear, no de explorar territorios nuevos o comprometidos. Hay que tener olfato. Aunque también lo haya que tener, y mucho, además de vista, oído y tacto, para escribir de lo que de verdad vivimos, de nuestra época, esta, la de las grandes migraciones, entre otras cosas. Bolivia es un país de mucha inmigración: a España, a Canadá, a los Estados Unidos... España, país de los nuevos ricos que acaban de descubrir que no lo eran tanto, lo fue y eso se olvida con excesiva facilidad, salvo para convenir que recibimos demasiada.

El exilio voluntario, poco importa si está basada en las peripecias personales de Claudio Ferrufino, es una gran novela sobre la inmigración, la dureza de la busca forzosa y de la soledad esencial de esos invisibles que viven entre nosotros, aunque en esta ocasión estén allí lejos, trabajando en mercados, obras de construcción, explotados en los peores trabajos, burlados, desdeñados, condenados casi por fuerza a una nostalgia demoledora de lo dejado atrás: "Cuando te encuentras apoyado en una grada de no más de dos metros, en una ciudad culo del universo como Alexandria, sin trabajo, sin dinero ni nada, te vuelves melancolía para no hacerte bola". Melancolía, nostalgia, desolación, picaresca y una lucha tenaz para conquistar algo de ese paraíso llamado América. Ganar una lengua, conservar la propia, no olvidarse de sí mismo, no cerrar los ojos en el país de los muertos en vida, no comulgar con ruedas de molino... ¿Peripecia personal? Puede ser; pero el autor ha sabido hacer de ella un relato que atañe tanto a sus compatriotas como a quienes no siéndolo comparten lo fundamental: la expatriación, el trabajo duro, la necesidad de sobrevivir y de salir adelante, el ser víctimas de la xenofobia y el racismo no siempre por parte de los amos, al conquista del presente, del mínimo confort, del poder tumbarse a descansar de verdad en tú casa: "Tú eres yo y yo soy tú, él, nosotros...". No está mal. Vivir de verdad para escribir con verdad, con emoción, con ímpetu, con un lenguaje vivo y sin falsas elegancias ni esa voluntad de estilo que lo pudre todo.

En El exilio voluntario se narra el asalto de un boliviano (uno entre muchos) al sueño americano, al sueño a una vida mejor a secas. Es el relato de una conquista personal, de una liberación también, pero a la vez se apunta, con denuncias precisas, esa perplejidad que produce un país cruel con el invisible, con el pobre, con el marginado y con el extranjero sin recursos, abanderado del crimen de Estado, de la falsedad y el abuso, y que sin embargo dio un Whitman, un Faulkner, un Melville, un Poe, un Twain...

Otrosí digo, lo malo de referirse a noticias leídas días atrás es que no es seguro que hayas leído lo que dices haber leído y que, encima, lo leído no se corresponda a lo dicho por quien parece que lo ha dicho. Barullo. Hojarasca.

El caso es que hace unos días un periodista que daba la noticia de que iban a juzgar a uno de los miembros del GAL, que por supuesto no había hecho nada, se preguntaba cómo se podía juzgar a alguien 17 años después de que hubiesen comenzado las diligencias penales. Buena pregunta, sí señor. Lo que no se preguntaba el periodista era por qué se han tardado 17 años en volver a sentar en el banquillo al autor de unos crímenes, por muy crímenes de Estado (negados) que sean éstos. Preguntas que, por cierto, no se las hacen en otros casos.

Tampoco se preguntaba nadie porque un juez hacía caso omiso a las declaraciones de un delincuente con traje y placa (autoridad) que inculpaba directamente a Felipe González en los crímenes del GAL. Mejor no remover también aquí o un generalizado pacto de silencio entre interesados, es decir, entre aquellos (muchos, muchos) que lo único que lamentan es que el GAL no estuviera del todo "bien montado", esto es, que aquella cuadrilla de corruptos y asesinos a sueldo no hubiese sido más eficaz. Son procesos farsa. Hay que condenar, pero los condenados salen por la gatera y hasta con honores o con sueldos o prebendas. Pago a los servicios prestados.

De lo que sí se hacía eco la noticia de ese nuevo juicio que dará en nada o en muy poca cosa, es que el fiscal, refiriéndose a la imputación ya rutinaria, ya preceptiva a Felipe González, decía que no se podía imputar a nadie por indicios. ¡Carajo! Menudo hallazgo. A buenas horas. Ya se podían haber acordado de eso con el caso Egunkaria, Udalbiltza, con ese, con el otro... con el de tantos ciudadanos que hoy aparecen acusados y linchados, y mañana son absueltos y devueltos a la vida por la puerta de atrás. ¿Indicios? Como si siquiera fuesen necesarios o mejor, como si con retorcerlos de la forma habitual, nos bastara (y en este caso hasta sobra). Y mañana todo olvidado, sepultado, hasta dentro de 17 años; o hasta nunca.