Quedó dicho que nunca te vas lo suficientemente lejos de tu tierra. Cada vez menos. La otra noche, en Sucre, un buen músico y erudito boliviano me cantó una canción popular boliviana, de ritmo andino, cuya letra es una canción de la Primera Guerra Carlista. Vaya por Dios. Qué pensarán los bolivianos que han vivido entre sangre y pólvora, de aquella guerra lejana. Les importará un carajo, seguro, cosas de españoles. Cada cual tiene sus enconos y sus malas contabilidades.
Al día siguiente, después de haber conversado con el director de la Casa de la Libertad, que es de origen navarro (dejaremos las genealogías para otro día, o para ninguno), me encontré por la calle con una monja navarra, simpática, como acostumbramos a ser los paisanos cuando estamos lejos. La monja estaba interesadísima en el resultado de las próximas elecciones. "¿Y quién ganará?", me preguntó. Y yo qué sé, hermana, y yo qué sé, pensé, pero no dije nada. Me encogí de hombros, solo por no hablar de lo que temo. A la religiosa le preocupaba que pudieran ganar los socialistas. A mí también, pero por razones bien distintas. También me preguntó a ver qué me parecía la marcha de Miguel Sanz. No supe qué decirle, más que nada porque no tengo nada que decir. Nada. Estuve tentado de responderle que más vale malo conocido que peor comprobado por conocer, pero para qué. A veces es mejor dejar a la gente en paz con sus ideas e ilusiones.
Podría haberle preguntado yo, ya que la veía informada de lo que por allí pasa: "¿Hermana, qué le parece lo de Bildu?", pero para qué vas a preguntar nada cuya respuesta conoces de antemano.
Andamos a otras, nos decimos, asomados a una realidad "distinta" a la nuestra y bla bla bla, aunque en el equipaje llevamos lo que llevamos y así es como nos asomamos por fuerza a ese empujón judicial y político que persigue el dejar fuera del juego político, con ETA de por medio o sin ella, a todo lo que huela a nacionalismo soberanista y radical. Hay ideologías políticas que no tienen cabida en el modelo de estado actual. Decir que caben todas es mentira. Lo saben quienes lo afirman y lo afirman porque saben que algunas son tan minoritarias que están condenadas a la marginalidad y a la inexistencia. En cuanto se corre el peligro de que tengan presencia efectiva y bien notoria en las instituciones, fuera, actúa el rodillo político judicial.
Pero ha habido más. En las carreteras bolivianas, un medio de transporte habitual, y muy barato claro, suelen ser unos camiones descubiertos en cuya baca la gente se apiña unos sobre otros con sus bultos, como si fueran mercancías. Esperan al borde de la carretera acurrucados, inmóviles, mirando al infinito, con sus atados de aguayos de colores, a que pasen los camiones que se llenan hasta los topes. Paciencia, toda, secular; capacidad de aguantar las inclemencias, lo mismo. Pues bien, uno de esos camiones, de cuya baca sobresalían cabezas y rostros estólidos, llevaba esta marca: "Transportes Los Navarricos". Entiendo que compren vehículos japoneses o coreanos de desecho, pero a quién se le ha podido ocurrir ir por los Andes con esa marca comercial. Eso a 4.000 metros de altura, en las puertas de Potosí, te hace pensar si no estarás viendo visiones y el soroche no te estará jugando una mala pasada.
Otrosí segundo digo, que como digo escribo lo anterior desde Potosí, la ciudad del Cerro Rico. En esta ciudad que dicen fue una de las mayores del mundo, vayas por donde vayas, acabas tropezando con su silueta cónica descarnada, herida, cubierta de las marcas de los socavones, los derrumbes y los caminos de extracción del mineral. Más de cuatro siglos y medio de explotación feroz. Fue un símbolo mundial de riqueza y hoy es un escenario de leyendas (ocultan con eficacia el horror). Vale un Potosí. Todas las codicias, los abusos, las tragedias, las supersticiones, los agravios imperdonables, las riquezas que chorrean sangre, tienen a ese Cerro por escenario. Está horadado a conciencia, como un termitero. Hubo explotación en el pasado y la sigue habiendo en el presente. Los mineros menos afortunados, por no decir de verdad pobres, arañan el mineral donde pueden: desechos, galerías clausuradas, cotas prohibidas. Arrostran peligros enormes por conseguir una bolsa de mineral. Los propietarios de los lavaderos de mineral, los intermediarios a los que los mineros tienen que vender por fuerza lo arrancado al cerro, se pasean en vehículos Hammer de colorines, todo un mito potosino. Del barullo de las cooperativas y de los permisos diarios de trabajo prefiero no hablar: las formas de explotación mercantil son casi ilimitadas, me temo.
Estos días pasados se ha hablado mucho del Cerro, porque su cumbre se ha hundido: un socavón de treinta metros de diámetro y otros tantos de profundidad. Está tan horadado que no se aguanta. Fantasean con lo que sucedería si se desplomara. Una hecatombe. Tal vez una película de catástrofes que rodarán en Australia, o en donde sea negocio. Hace tres años estuve en una bocamina y salí de allí ahogado por la claustrofobia y abrumado por lo que había visto: simas, derrumbes, apuntales precarios, falta de aire, historias de muerte... Con sacrificio en vivo de llamas, asperges de sangre para todos, challas de alcohol puro y hojas de coca a puñados, las chabolas de piedra y barro en las que vivían algunas familias de mineros, como guardas de las bocaminas -los ladrones de mineral abundan- no eran ninguna broma. Aquello era la precariedad y la pobreza hecha espectáculo turístico para gozo de gringos bulliciosos, y no gringos, que chupan como mineros durante un rato, hasta que los dinamitazos rituales los echan cerro abajo: una fuente de ingresos. Igual no hay otra. Hacer de uno mismo para que te paguen.