HE pasado unos días en Potosí y lo cierto es que, por la fuerza de las circunstancias y de la falta de un televisor, no he hecho un excesivo caso a las informaciones sobre la ejecución sumaria de Osama Bin Laden, la noticia estrella de la semana. Lo de Bildu, más que noticia, ha sido una sorpresa mayúscula.
Tampoco había televisores en muchos de los lugares en los que estuve, considerados casas. Allí no es que no había televisión, sino que estrictamente no había nada que pudiera considerarse lo que entendemos por un elemental confort. En las chozas de las serenas de las bocaminas del Cerro Rico, de Potosí, reinaba la desposesión y la miseria más radicales. Ahí es donde crecen los niños que corretean por los alrededores, unos desmontes en extremo contaminados, y que acuden a una escuela de la que hablaré otro día; hasta que si no hay mucha suerte, que no suele haberla, dejan la escuela y echan a trabajar de mineros cuando no han cumplido los trece años. Ahí vive gente arañando la tierra que estoy seguro que no ha oído hablar de Bin Laden, o que si ha escuchado ese nombre lo consideraba perteneciente a otro mundo que no es el suyo.
Eso sí, en la portería del alojamiento me detuve a escuchar la entrevista que una CNN latinoamericana le hacía a Pilar Manjón: respuestas atinadas a preguntas que pasaban por alto las circunstancias precisas de los atentados de Madrid, las condenas a sus autores y el que Marruecos no entregue a dos de ellos, por ejemplo. Aquellas palabras no eran las que querían escuchar y difundir quienes dirigían ese programa. No se trataba de información, sino de propaganda. Los locutores querían farra, recochineo con la muerte del criminal, del terrorista, del fanático religioso que se puso al margen de la sociedad internacional, enfrentado a todos los países que no fueran vasallos de sus creencias extremas. Escuché también, con asco, algo de ese coro generalizado de aplaudidores felices de la ejecución perpetrada por los Estados Unidos en la persona de Osama Bin Laden, considerado, por propias declaraciones, el instigador y autor intelectual de los horrendos hechos del 11-S de 2001 en Nueva York. El presidente peruano dijo que esa ejecución era el primer milagro del beato Juan Pablo II. Esa majadería no se comenta, aunque estoy seguro de que no estará solo en esa creencia extrema. A fin de cuentas estamos en una cruzada contra el mal.
Está visto que era preferible ejecutar a Bin Laden (con todas sus circunstancias, como la de hacer desaparecer su cadáver en el mal) que llevarlo ante un tribunal de justicia, donde durante muchos meses el propio tribunal hubiese servido de palestra para sus soflamas, sin contar la basura que hubiese podido salir a la luz y que habría empañado el papel del adalid en esa lucha contra el mal.
Días después, se ha informado, con frialdad, como la cosa más natural, que la localización de Bin Laden se consiguió empleando la tortura de manera indiscriminada durante años, al tiempo que se negaba públicamente su empleo. Al menos los papeles de Wikileaks han servido para saber con certeza que nos mienten por principio.
Ejecuciones sumarias al arbitrio del más fuerte, más que de una de las partes, y tortura. Ojo por ojo, a mi discreción. Perpetrar lo que no tolero que me hagan a mí. La caza del terrorista está abierta. Todos los métodos son buenos y aplaudidos de manera generalizada. Sin excepción. No es la lucha contra el delito, sino contra el mal. Eso, dicho así, cambia las cosas. Hace tiempo que venimos diciendo que estamos a un paso de legitimar actos que la práctica totalidad de los sistemas jurídicos proscriben por considerarlos delictivos y por repugnar a los principios éticos, jurídicos y morales que inspiran esos sistemas. Parece que esos viejos planteamientos jurídicos se han quedado definitivamente obsoletos, no sirven para este siglo del mal y del terror, y que de paso estamos comprobando que una cosa son las leyes, los Derechos del hombre, las grandes declaraciones de principios, y otra su práctica y defensa en los casos concretos, en los márgenes, ahí donde aparecen las excepciones. Francia, país de los Derechos Humanos y de la tradición de amplia acogida, y lo digo sin sarcasmo alguno, tiene también una negra tradición de torturas y ejecuciones sumarias, expresamente admitidas por quienes las practicaron, en Argelia e Indochina. Basta leer las memorias del general Aussaresses. Las matanzas de argelinos de la región parisina, en 1961, dirigidas por Maurice Papon, un antiguo colaboracionista con los nazis que seguía ocupando puestos policiales, fueron un tabú social, policial, político durante muchos años, y creo recordar que nunca se investigaron del todo. Como digo, una cosa son las leyes, los monumentos, las grandes declaraciones, y otra las cloacas del estado, de éste, de aquél y del de más allá. Los atropellos cometidos por Inglaterra en Irlanda están por escribirse del todo.
Enumerar las violaciones de Derechos Humanos y los crímenes de estado, en un país o en otro, considerados todos democráticos, legalistas, defensores de libertades públicas y privadas es ya casi superfluo. Al margen de que sería un trabajo demasiado vasto hasta para el recientemente fallecido escritor argentino Ernesto Sábato, coautor o cabeza visible del monumental informe sobre la dictadura argentina; escritor, por cierto, a quien han aplaudido, en sus obituarios de ocasión, los mismos que hacen todo lo que pueden por desacreditar aquí los trabajos de recuperación de memoria histórica, y de estricta justicia, y hasta quienes ven de buen grado las torturas o (estemos con los tiempos un rato) los métodos coercitivos y expeditivos de interrogatorio. Siempre es bueno aplaudir aquello que no nos compromete a nada y mirar para otra parte, y no darnos por enterados cuando de la basura de nuestra tierra se trata. Indignarse, que propone el uno, reaccionar, que proponen los otros, sí, pero cuanto más lejos de casa y cuanto más colectiva, que no compartida, sea la indignación, mejor.