Qué duda cabe que hay un Potosí virreinal, hermoso, con portaladas de aparato, patios de columnatas y arquerías coloniales, viejos palacios, iglesias, conventos y muchas leyendas, mercados bulliciosos y coloristas, puramente indígenas algunos de ellos, calles por las que sopla un viento helado y donde sientes un soroche que acogota...

Pero hay otro Potosí de miseria más que de dureza extrema, al parecer irredimible, al que raras veces se asoma nadie, ni siquiera el turista a quien visten como no visten los mineros para ir a ver a éstos trabajar en sus profundas y peligrosas galerías, o para asistir, en mayo, mes propicio para el sacrificio sangriento de las llamas en las bocaminas, al rito de la wilancha con el que piden benevolencia y favor a la Pachamama. Un rito que por lo que alguna vez pude ver no está hecho para todos los estómagos, por mucho que se meta en ellos alcohol de 90º.

Ander Izaguirre, que ha dado vida a www.mineritos.org, web que recomiendo vivamente visitar, o quienes rodaron La mina del diablo, son excepciones.

Ese invisible y de apariencia ruinoso, es el mundo de las bocaminas y de quienes en ellas habitan, raras veces los propios mineros, sino los guardianes de la mina y del material en ella acumulado, casi siempre mujeres: las serenas. Unas chabolas de poco más de seis metros cuadrados, ocho tal vez, de suelo de tierra, un hornillo que unas veces es de gas y otras solar, un catre de tablas sobre poyos de piedra en el que se duermen todos y las pocas pertenencias colgando de unos clavos en las paredes. Y aún me dijo alguno que en esas condiciones estaban mejor y ganaban más plata de la que ganaban en el campo.

Son gente que ha venido del campo a la ciudad y no tienen dónde vivir, y que por ese trabajo de guardaminas reciben sueldos mensuales de entre 30 y 50 euros, pero al menos tienen techo, dicen. Son familias numerosas, mujeres abandonadas por sus maridos o maltratadas que han huido del maltrato, excluidas, de verdad desafortunadas.

Hace unos días estuve conversando con un grupo grande de mujeres que están casi condenadas a la vida de la bocamina por viudez sin paga alguna, por exclusiones sociales diversas emigración, que reciben de la Fundación Voces Libres una especie de microcréditos para intentar salir adelante: hacer comidas, pequeños puestos de venta si tienen suerte de poder alejarse del puestos de serenas... La gente a la que escuché quería eso, salir adelante, y tenían ideas, pero no tenían medios; querían montar un taller de tejidos y querían algo de tierra donde poder construirse unas casas dignas, algo, no querían tener las manos muertas haciendo menos de lo que podían hacer. Pedían demasiado, incluso para las posibilidades de la Fundación Voces Libres, cuyas actividades pueden verse en www.voceslibres.org

Para esos niños que habitan en los sectores más apartados del Cerro Rico las escuelas están demasiado lejos. Las serenas raras veces pueden abandonar la bocamina porque corren el riesgo de que el material y la maquinaria pesada que se encuentra en la boca se pierda, eso dicen, para no decir que lo pueden robar, como se roba el mineral, pues en ese caso la serena se queda en la bocamina hasta que cubre el costo de lo perdido, años en ocasiones.

En uno de esos sectores alejados, el Roberto, se encuentra la escuela Robertito, a 4.200 metros de altura, que atiende a sesenta y dos niños que estudian hasta 5º de Básica. Después, con suerte, siguen unos estudios con dificultad y dureza porque los centros están muy lejos. Los que no tienen suerte están condenados a la mina, que es el objetivo de la labor de prevención de la Fundación Voces Libres: evitar el trabajo infantil en todo lo posible.

Allá arriba, el sol abrasa, y durante la noche el termómetro baja mucho por debajo de los 0 grados. La escuela, moderna, bien atendida con tres maestros, con amplias aulas (aunque empiece a resultar insuficiente), un comedor donde los niños comen a diario una comida equilibrada y unas colaciones (que en muchos casos es lo único que podrán comer en todo el día), y un patio de recreo... Esa escuela no es que esté en ruinas, sino que está rajada, paredes, suelos, techos, algo más que grietas, porque el subsuelo está horadado hasta el delirio y los dinamitazos subterráneos se dejan sentir en las aulas. En cualquier otro lugar esa escuela no podría funcionar, ahí lo hace como un verdadero monumento al coraje y a la voluntad de salir adelante. Mientras estén en movimiento, mientras las mujeres se reúnan, mientras los niños acudan a la escuela Robertito, nada está del todo perdido.

Ese cerro es un hormiguero que se está hundiendo sobre sí mismo. Aún así la explotación continúa, en pequeñas cooperativas o en grandes empresas, o pagando el derecho diario de arañar mineral en vetas ya abandonadas por improductivas. Allí no hay agua potable, aunque los habitantes de esa parte del cerro utilicen para sus necesidades domésticas el agua de unos pocillos en extremo contaminada por el mineral. A la escuela Robertito suben cada dos días unos cuantos bidones de agua potable para la comida y aseo de los niños. En los alrededores de la escuela: desmontes, socavones, chabolas, ruinas, abandono, perros. Y más lejos las palliris, las mujeres mineras, solitarias, como hormigas por las laderas y escombreras del Cerro Rico, arañando algo de mineral valioso a los desechos.

El panorama no puede ser más desolador. Como escenario cotidiano de la vida de adultos resulta duro, pero como mundo infantil es ya otra cosa, y que cada lector, si logra imaginárselo con lo que aquí escribo, puede ponerle el nombre que mejor le cuadre. No es posible que los niños estén condenados a permanecer encadenados en esas condiciones solo a esa vida, sin redención posible, sin otras posibilidades. Y hay más, mucho más, junto a los basurales de Cochabamba, por ejemplo.