EL otro día, como despedida de mis amigos bolivianos, fui a visitar a Gregorio Iriarte, en su residencia de Cochabamba. Gregorio es un sacerdote navarro (de Olazagutía) que lleva toda su vida en Bolivia y que creo merece, por muchos conceptos, el reconocimiento de la comunidad que le vio nacer y que me temo le ignora.
En Bolivia, ya lo he escrito en otras ocasiones, es una persona muy respetada y querida, autor de una obra de pensamiento y análisis, y sobre todo, en lo más personal, alguien cuyo trato te alegra el día: alegría pacificada la suya, sin alharacas.
Sobre la mesa teníamos un libro publicado en Madrid, hace años, sin nombre de autor, sobre el narcotráfico, las bandas de paramilitares nacionales y extranjeros (Klaus Barbie), y la connivencia activa de los gobiernos bolivianos. Él fue su autor, en una época en la que tanto su vida como la de sus colaboradores, corría peligro.
Es posible que ahora en Bolivia no haya paramilitares, pero hay narcotráfico y este no para de crecer, en una región o en otra, diga lo que diga el Gobierno y no porque lo afirme la DEA norteamericana: cultivos, laboratorios, envíos, alijos... Lo comprobé la semana pasada en un viaje a Chulumani, "capital del cultivo de la hoja de coca": que aquel enorme panorama de catos de cultivo de coca sirva para el acullico no se lo cree nadie. Los modernos vehículos japoneses, las veladas amenazas o las indirectas francas en el sentido de que era mejor que te fueras de allí, cantaban. Todos los días se capturan toneladas de cocaína o de precursores destinados a los laboratorios clandestinos que aparecen en los lugares más insospechados (hasta en parques universitarios). Detrás de eso hay un poder económico de alcance incalculable que poco a poco compite con el del Estado de derecho y lo apaga. Ese dinero sostiene economías. México es un ejemplo. En Bolivia temen que el Oriente boliviano acabe convirtiéndose en lo mismo. Con fatalismo te dicen que para qué va a cultivar nada un campesino, si con el narcotráfico -cultivo de la hoja o algún estado de su procesamiento- gana lo que no podría ganar en su vida.
La conversación fue larga, alegre, intensa. Entre otras cosas se habló de la guerrilla de Teoponte, la de 1970, y de las ejecuciones sumarias de casi todos los muchachos que se echaron al monte, poco menos que desarmados; en contra de las órdenes expresas del general Torres (luego asesinado en su exilio argentino). He oído hablar a mucha gente con admiración de Néstor Paz Zamora, hermano del que luego sería presidente de la República boliviana. Hace unas semanas todavía se encontraron los restos de cuatro de ellos y fueron entregados a sus familiares. De otros ni siquiera se ha conseguido saber dónde fueron enterrados. Impunidad.
Gregorio Iriarte sabe muchas cosas de lo sucedido en Bolivia al tiempo de las dictaduras criminales de la famosa Operación Cóndor y de otras. Algunas las cuenta, otras no. Lástima. Lo que sí me queda cada vez más claro, al hilo de la historia de una época, en la que figura con modestia, es que hay muchos políticos bolivianos de izquierda que le deben la vida. Sin factura, sin reclamos. No es su estilo. Sin aspavientos ni sermones Gregorio Iriarte ha llevado lejos valores como fraternidad, solidaridad, justicia, esperanza... Su considerable obra de educador y comunicador social le avala con largueza. Sus Análisis de la realidad son en Bolivia una referencia indiscutible. No perora, aporta datos, clama por una educación diferente, por la transparencia social y política, por el diálogo continuo, en un país no muy diferente a otros que, de un lado o de otro, tiende a enquistarse no bien alcanza el poder.
Otrosí digo, poco importa que Bildu haya pasado la prueba de los tribunales. Es una formación política que puede molestar (mucho), pero que a día de hoy no solo es legal, sino que ha conseguido un considerable número de votos, escaños y concejalías. Precisamente por ser legal y porque una parte de la ciudadanía ha recuperado su derecho al voto que estaba secuestrado por imperativo legal y por una serie sucesiva de interpretaciones judiciales y políticas a cada cual más abusiva o más arbitraria, eso a gustos. Algo de todo esto me contó el otro día un chef ilustrado en la ciudad de La Paz. Estaba mucho más informado que yo de lo que ha sucedido aquí en el baile de las urnas y hablaba de ello de manera apasionada.
Tal vez sea demasiado pronto para escribir de una manera no sectaria la historia de estos años de plomo de la democracia española. Pesa demasiado que las palabras de análisis, que encubren soflamas y arengas de un patriotismo rancio, estén al servicio inmediato de los intereses partidistas y de un constitucionalismo que se niega en rotundo a reformar la Constitución que dice defender de manera excluyente como si su articulado fuera no fruto del consenso sino de la verdad revelada y una cuestión de fe.
Poco importa, decía, que Bildu sea legal porque para la derecha autoritaria es necesaria su presencia para cubrirla de sombras. Está visto que aquí sin tiro al mono no se puede o no se sabe hacer política. La derecha no solo va a impedir, en la medida que pueda, que Bildu haga política activa, busque o proponga alianzas, sino que ya está utilizando ese nombre para dar consistencia de relleno a un discurso político basado en la identidad regional, la calidad de vida como bien supremo y el miedo. A la violencia, aunque parezca lo contrario, se le pueden sacar buenos réditos políticos. Basta sacar a pasear los fantasmas, rememorar hechos como si lamentaran que fueran pasado. Los políticos que acusan a Bildu de connivencia activa con el terrorismo saben que esa acusación les resulta impune y que esa puesta en escena cosecha votos, aplausos y adhesiones incondicionales, que es uno de los signos de identidad políticos de esta época. Con el poder siempre, así no hay manera de equivocarse.