Sí, ésa es la cuestión, pero para empezar, algo asombroso, de verdad asombroso: en Inglaterra ha dimitido el ministro de Defensa tras ser acusado de llevarse a un amigo a 88 viajes oficiales. Esas cosas no pasan, al menos en nuestro mundo, son insólitas, de suceder y pervivir la Hoja del Lunes, serían noticia como lo eran las caras de Belmez, los marcianos en Perú o el Yeti.
Podemos conjeturar no ya que el ministro de Defensa inglés es alguien digno, sino que es tonto (con arreglo a nuestro parámetros, que, dicho sea de paso, no sé bien en qué consisten, pero queda y se entiende), o pensar que lo que pasa es que el inglés, más que en otro país, cosa cierta, vive en un mundo distinto al nuestro, por completo sideral, y que por eso dimite, porque si viviera en éste, en el que nosotros vivimos, no dimitiría, apretaría el botón de atornillarse al sillón y se pondría digno, pero en otro sentido, y alertaría a sus matones para que no se le acercara nadie. Aquí se han llevado aviones de parranda y no ha pasado nada. Unas cuantas mentiras y a correr. Los primos les van a dar lecciones a ellos.
"Usted no sabe con quién está hablando"... lo dijo hasta el exministro Corcuera para colarse en un aparcamiento y le han multado con 300 euros... ¡Milagro! ¡Milagro! Ha debido de ser en Inglaterra... Pero no, está visto que, como dice el proverbio negro, la justicia, ese día, se equivocó de sala, y ha sido aquí, en este planeta de los que viven de mangarla.
Aquí, los escandalazos ministeriales no han provocado ni dimisiones ni investigaciones serias. Aquí el poder está para aprovecharse de él, uno mismo y todo un magma de parientes, amigos y deudos. Una espesa tela de araña. De lo contrario, el ejercicio del poder no tiene interés alguno. Hay que quitarle; si no le quitas, lo mejor es dedicarse a otra cosa: a aprovecharse de las subastas de pisos embargados, por ejemplo. Quitarle.
Quitarle o no quitarle, ésa es la cuestión. La única cuestión. Tanto que la certeza del volumen del botín conseguido por esta casta de intocables hace preguntarse si no es el enriquecerse a costa del erario público y sus muchos aledaños el único motivo que lleva a esta gente a porfiar para mantenerse de por vida en los puestos que ocupan o en sus aledaños. Cuando los descubren con las manos en la masa, como acaba de suceder ahora con sus sobresueldos, injustificables pensiones y canonjías, dicen que siempre ha sido así y a ver de qué nos extrañamos. A lo dicho, parece que viven de mangarla. Es lo menos que se puede decir ahora que sale a relucir el monto más o menos real de lo que se llevan a casa amparados en una legalidad injusta y poco decorosa, basada en un astuto aprovecharse de la situación y poco más. Con los directivos de la banca y las arruinadas cajas de ahorro pasa lo mismo. ¿Quién ha llevado este país a la ruina? ¿Los mismos que se han enriquecido y enriquecen por la gatera?
Indignarse es poco mientras no se emprenda una rebelión frontal contra el sistema, empezando por la insumisión que la misma derecha y el episcopado preconizan cuando les conviene. Ellos sí, los demás no. No le faltaba razón a la Aguirre cuando decía ver en el movimiento de indignados un germen revolucionario, así, a lo grande. No habló de subversión, que es de lo que se trata. No se trata tanto de que a fuerza de protestas los políticos atrapados en su desvergüenza renuncien a parte de sus beneficios indecorosos, sino de impedir que puedan obtenerlos, de obstaculizar incluso que puedan perpetuarse en el sistema, de que éste no pueda perpetuarse.
Las urnas no pueden ser una Carta de marca (permiso oficial para ejercer la piratería) ni una licencia ilimitada de caza a la que va por fuerza aparejada una garantía de impunidad. ¿Triste? Mucho. Pero más triste es el desparpajo y la falta de decoro que gastan para justificar un enriquecimiento a todas luces insolidario e injusto. No pueden ampararse en las urnas y en la mayoría parlamentaria para hacer lo que les da la gana y tejer y destejer a su antojo una red de decisiones administrativas, con hondas repercusiones económicas, que se ha revelado ineficaz, ruinosa y dañina para una mayoría que vive al margen de esa febril actividad más burocrática y mediática que otra cosa. Salta a la vista que se toman los resultados de las elecciones como una justificación para instaurar en la práctica un régimen autoritario, todo lo pálido que se quiera, pero autoritario.
¿Regeneración de la clase política? Imposible. Declararlo como una intención programática es más un intento de parar la marea de descontento y descrédito que puede provocar una abstención inquietante. No importa que haya juristas que sostengan que este sistema de prebendas es la base no ya de un sistema político corrupto, sino de un espíritu, de una intención, de un clima de arrebuche generalizado, basado en el beneficio personal a cualquier precio, del que la corrupción y las malas prácticas no serían más que una mínima parte visible. Cambiar eso sería cambiarlo casi todo, dicen los más optimistas. Ésa es una incógnita que no hay forma de resolver. En la práctica hay que admitir que no se sabe cómo. El sistema es sólido, es el menos malo de los conocidos, dicen, es perfeccionable, cierto, lo suelen admitir hasta quienes no tienen la más remota intención de perfeccionarlo por sí mismos o coadyuvando a ello, sobre todo éstos. Pasa lo mismo con los que desde su fortín de poder en ejercicio ofrecen a quienes se atreven a sacar los pies del plato un diálogo que jamás otorgan en la práctica, salvo que consista en que ellos hablan y los demás escuchan y callan. Es raro que quien gobierna admita que se equivoca, que practica el abuso de poder, y más raro aún que con honradez y no con oportunismo electoral rectifique. Los han pillado con las manos en el botín y no saben cómo sacarlas, se saben blindados, gozan de impunidad parlamentaria, y ésa es la base de un sistema político y social tan ampliamente extendido que hasta resulta extraño que se hable de estas cosas: si es lo más normal, si es lo que se ha hecho siempre... Lo de siempre, lo de nunca.