El Bigotes y El Curita, su amiguito del alma, y en otra celdilla de este negro panal de rica y negra miel, El Albondiguilla... y ¿cuántos más andan sueltos con estos jacarandosos apodos de bandoleros de antaño, nombres en clave de la tela de araña del saqueo nacional? Muchos. Demasiados. Bandoleros. Tienen facha para llevar chichonera, trabuco, botos serranos y manta de colorines al hombro... y hale, a enamorar tonadilleras o marquesas o duquesas o princesas. Viven entre el pelotazo mayúsculo y el agasajo: aparatos electrónicos de los llamados de alta gama, caviar a capricho, pelucos, pulseras, trajes, habanos... Hoy me apetece esto, mañana lo otro. Pido. Me dan. Firmo. Facilito. Sonrío. Me blanqueo la piñata y paso por solárium. Me visten, me calzan, no ya de mozoputa, sino de moderno bandolero que no cabalga en cartujano, sino en BMW (o similares, que no sé y poco me importa: es por la escena bufa, por la mayúscula astracanada de este cabaret para pobres). Y sobre todo miento y niego, niego, la más agresiva de las evidencia, mi misma voz, mi mano, mi jeta de cemento armado, miento aunque vaya disfrazado de bandolero por Armani castizo.
Y aún nos preguntamos (alguna gente se pregunta quiero decir) qué habríamos hecho estando en su lugar. ¿Qué habríamos hecho estando en el lugar del jugador de balonmano que da en duque de una real familia y de quien cada día sale alguna noticia nueva y bochornosa y con cifras que dan vahídos? ¿Habríamos resistido la tentación de llenarnos los bolsillos cuando nos los llenaban por estar ahí, porque no había más que estirar la mano y a veces ni eso? El poder emborracha. Y aquí estamos hablando de historias de poderosos con la cabeza nublada y de bandoleros con la cabeza fría, llevados todos por un entusiasmo nacional, casi patriótico.
Por eso, porque somos dignos y honrados y en este torpe espectáculo arrevistado, con explosivas vedetes, interpretamos el papel que nos ha tocado en el reparto, el de pueblo apalomado, burlado, acudimos con todanuestra pasión justiciera a la picota, a ver al reo atrapado en el cepo cuando menos mediático, un duro cepo de papel y tinta, o electrónico, tanto da, del que es muy difícil salir. Un cepo en el que el reo está expuesto a la vindicta pública, hermoso nombre éste, sí señor, y a que le lancen pellas, cuando menos electrónicas, pellas para que el borbor de la caldera no ceda. Pues qué se había creído. Y sobran los refranes.
Un gesto, una firma, una llamada telefónica de esas en las que todos mienten y en otro lugar, a salvo, la cifra vertiginosa de una cantidad de dinero que muchos no podrán ganar ya en lo que les quede de vida laboral, si es que la tienen, que esa es otra.
Imagino que teniendo la oportunidad es difícil resistirse a llenarse los bolsillos, sobre todo cuando se vive en un clima de impunidad en el que es muy raro que, pase lo que pase, pase algo; a algo que no pueda ser asumido me refiero. La costumbre, la tradición es que no pase nada. Los cristos están a buen recaudo. Si llega, hay que aguantar la borrasca, luego ya vendrán tiempos mejores. Luego "la gente olvida", que me decía hace años un corrupto. Y es cierto, nuestra capacidad de indignación corre pareja a nuestra capacidad de olvido.
Además, si ellos lo hacen, por qué no nosotros. ¿De quién es el dinero público? De quien se lo lleve a casa. Esa es la conclusión más grosera que se saca de lo que de manera incesante está saliendo a la luz. Y eso sí, eso sí que es preocupante.
Por el momento hay que darse prisa y pedir justicia, pero alborotando en la plaza, alrededor de la picota, todo lo que podamos para probar que nosotros, los palomos, también existimos. Luego cuando llegue el tiempo embarullado de los jueces, de los miles de folios de los sumarios, y con ellos el aburrimiento, el hastío, cuando todo esté muy visto, ya pasaremos a otra cosa, pero por ahora salimos a escena hechos unos virtuosos, limpios de culpa, sin envidia alguna, porque nosotros estamos libres de ella, somos los justos, la rumorosa caterva de los justos que, cuando le conviene, recurre al pomposo "hablarán los tribunales".
Y eso es lo más temible en estos casos: que hablen los tribunales o un jurado del que un día sí y otro también se comentan sus puntos flacos, si sus miembros son influenciables y en qué medida, cómo hay que ganárselo para que, haya pasado lo que haya pasado, no pase nada o lo menos posible. Es un juego en el que se sale a ganar. Vertiginoso.
Al que sí le ha pasado algo digno de ser reseñado es al preso más antiguo de España, que tuvo que ser indultado en el entierro de la sardina gubernamental, después de que unas semanas atrás ese mismo gobierno graciara a un banquero relacionado con el banco más poderoso del país con el que no se atreve nadie; y hay de quien se atreva. El preso más antiguo de España (título que equivale a un ducado de Monipodio o de Monopoly o de yo qué sé) llevaba 36 años en prisión por acumulación de diversos delitos contra la propiedad o las instituciones, delitos no de sangre (lo digo porque se insiste mucho en esto como adorno informativo y yo, lo que se lleve). Por fin ha sido protagonista de algo positivo y puede salir a terminar de enfermar de las enfermedades que le minan. Viva la vida y viva la muerte. Su hermana llevaba años peleando por obtener esta medida de gracia, combatiendo con los magistrados que en lugar de un ser humano se pasaban papeles y computaban y recomputaban las liquidaciones de condena como si fueran sudokus.
Quienes hoy glosan y glosan y vuelven a glosar la medida de gracia gubernamental (qué buena oportunidad para llenar la mañana de las voces), callaban (callábamos: está todo en las hemerotecas) cuando de pelear por el caído se trataba, porque esa es una pelea que "no trae cuenta" y no hay quien no sepa que solo hay que empeñarse en lo que la trae, en aquello a lo que se puede sacarle punta mediática, a lo que se pueda quitarle algo. Y además, un preso, chico, algo habrá hecho, ¿no? y hasta "¿Dónde va a estar mejor? Así come caliente, porque esta gente..."... "Alguna vez deseo uno que la humanidad tuviera una sola cabeza...", escribía Luis Cernuda.