Las falacias justificativas, por no decir mentiras descaradas, del ministro del Interior en orden a sus pretensiones de prohibir la difusión de imágenes de actuaciones policiales, carecen de base real y encubren un abuso y un atropello a la libertad de expresión. Porque no se trata de que se pueda poner en peligro la seguridad de los funcionarios ni mucho menos la eficacia de sus actuaciones, sino pura y simplemente de impedir que se difundan imágenes de las brutalidades policiales, que existan pruebas fehacientes de estas, que se desvele el verdadero rostro del Estado autoritario que están conformando.
Esa difusión ha sido, en las últimas semanas, masiva, tanto en la prensa internacional como en la nacional. En el caso de la prensa extranjera no es grave, porque aunque deteriora aún más la imagen de España en el extranjero, al Gobierno de Rajoy le beneficia tener una anti España a quien culpar de nuestros males, un Gibraltar (ya usado) o una conspiración judeomasónica, como en tiempos del general Franco, y siempre se puede enviar al Borbón a repartir jamón. No nos quieren, por eso nos critican, por eso hay que impedir , o cuando menos obstaculizar, el trabajo de los reporteros extranjeros, como estos aseguran haber sido obstaculizados en los pasados incidentes de Madrid. Parecen olvidar el alcance de las redes sociales, el fácil acceso a páginas de hemeroteca y la rapidez en la difusión de noticias.
Con una ley ad hoc no podrían difundirse imágenes tan brutales y escandalosas como la que se ha difundido en las redes sociales en los últimos días; mejor dicho, redifundida, porque esa fotografía de los incidentes del 26-S en Pamplona ya fue publicada en su momento sin que nadie se fijara en que el andoba que, debidamente encapuchado con pasamontañas reglamentario, arroja contra un escaparate una tapa de registro de alcantarilla, también lleva una pistola o parece llevarla, algo que el periódico que publicó esa fotografía en primera instancia debería aclarar. Si se trata de un trucaje no tiene la menor gracia porque es atropellar en su buena fe a quien sostiene una manera distinta de hacer política y de vivir.
El hecho es muy grave y debería haberse aclarado. Porque esa fotografía circuló el mismo día que el ministro manifestó su deseo de que imágenes como esa, junto a las de miles y miles de ciudadanos atropellados en sus derechos y brutalizados, no se difundan. Esa fotografía de un delincuente armado se difundió el mismo día que, como quien cuenta los trofeos de una cacería, se dio la noticia de que ya son 26 los detenidos por los incidentes del 26-S, algunos de los cuales ya ha sido condenados a penas graves. Entre esos 26, y pese a todo el celo y la diligencia desplegados, hay muchos menores, pero no está el de la máscara, la pipa y la tapa de la alcantarilla. Hasta ahora, los informadores policiales no han podido dar con él. Lástima, porque se le podía acusar no ya de vandalismo, sino de terrorismo y de tenencia ilegal de armas. Si el delincuente es funcionario, la pena suele ser todavía más grave.
Si el funcionario ha recibido órdenes superiores de cometer ese delito el asunto es gravísimo, y si la fiscalía no actúa entonces quiere decir que el Estado de derecho, algo que ya estaba muy tocado, se ha roto para siempre. Mientras tanto la fotografía circula por la red seguida de una estela ya apreciable de miedo. Tenemos miedo a que nos multen. Lo están consiguiendo. No en vano, a falta del estaño que pueden vender los bolivianos o el cobre los chilenos, el Gobierno español tiene la industria de las multas. Porque es grave que de oficio no se investigue la falta de identificación policial con objeto de impedir que el ciudadano pueda denunciar en defensa de sus derechos. Es una actuación perversa, propia de un Estado policiaco y no de uno que blasona de democracia. Esa permisividad oficial dolosa convierte los derechos ciudadanos y el articulado del Código Penal que atañe a los funcionarios en papel mojado, en algo grotesco, tanto como las indemnizaciones que puedan conseguirse después de agotadoras batallas burocráticas y judiciales, pura chingana. Una cosa son las sentencias y otra, bien distinta, su ejecución.
La fotografía del lanzador de tapas de alcantarilla me ha recordado demasiado las que se tomaron en los disturbios de 1978, en Rentería, en las que se ven a antidisturbios recolocando objetos o mercaderías que habían sufrido con la rotura de los escaparates de los comercios.
Llaman la atención los silencios espesos de los comentaristas habituales, de los archidemóKratas, como acaba de suceder con el varapalo judicial que se ha llevado el Gobierno español en el caso de la detención de los directivos del diario Egunkaria que denunciaron torturas en el año 2003. El Gobierno, en lugar de investigar de manera diligente esas denuncias, denunció a los denunciantes, es decir, a las víctimas. El Tribunal condena a España por esa falta ritual de diligencia que es todo un sistema, una actitud de la que participan fuerzas policiales, magistratura y medios de comunicación, y una compleja complicidad social. Entre quienes quisieron acallar a las víctimas de entonces: la Cospedal.
Se va perfilando desde hace años un ellos y un nosotros de difícil conciliación. Las pretensiones catalanas han despertado una batería de amenazas que recuerdan demasiado lo sucedido antes de 1931. O estás con el poder o estás contra ellos, es decir, contra la ley, el orden, el sistema dichoso. Gran pecado este, y a un paso de ser considerado terrorista.
Ya puestos, ¿para cuándo el regreso de aquel ominoso delito de desacato? ¿Para cuándo la legalización de la tortura, perdón, de los métodos coercitivos extremos de interrogatorio tipo Fort Bragg? ¿Para cuándo el regreso de La Gandula? ¿Para cuándo la ley de libelo? ¿Para cuándo la consideración de los matones como autoridad? ¿Para cuándo, carajo, el restablecimiento descarado de la censura? Es el momento de que juristas y togados progresistas se movilicen. Es el momento de dar batallas parlamentarias frontales, además de ocupar o vaciar la calle según convenga y más notorio resulte.