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¡Vivan los novios! ¡Y las novias!

LA máxima autoridad islámica francesa ha sentenciado que el matrimonio homosexual destruye la estructura familiar, viola el orden natural, altera el derecho civil y atenta contra el sentimiento religioso. Es el mismo mensaje que emitió un grupo de notables musulmanes, hombres de negocios, intelectuales, líderes vecinales, a principio de año, en el que llamaban a los hermanos de fe a unirse y protestar. Y es el mismo que se resume en una banderola blanca aireada esta semana en la manifestación de París: "Los musulmanes de Francia jamás aceptaremos esa ley". No se me enfaden los matacuras locales, que ahora lo añado: similares palabras también han salido de boca de obispos, rabinos, monárquicos y algún pensador laico.

El problema, para mí, no es tanto lo que vaticine un místico agorero: el problema es el caso que se le haga. Según un estudio del Instituto Sociovisión la comunidad musulmana es la más fiel de Francia, entre los distintos creyentes los musulmanes son los que más siguen las normas de su fe, poquísimos se hacen ateos y un 68% de ellos da más importancia a sus valores religiosos que a los nacionales. Entre el Corán y la Constitución, el Corán. Entre Alá y la República, Alá. Y entre lo que vote el parlamento sobre los gays y lo que dicte el imán de turno sobre el asunto, lo que va a misa, con perdón, es la opinión de este último. He ahí la diferencia: sólo una minoría de judíos y cristianos considera que debe respetar más un libro sagrado que un mandato legislativo.

Veo mucha sotana alterada en las fotos de la prensa, mucha crítica feroz a la Iglesia y mucho dardo al integrismo católico. Y yo, que apoyo rotundamente el matrimonio gay, me apunto a la ola. Pero puestos a meter miedo, a mí sobre todo me lo dan esos millones de vecinos cuya norma de circulación por la vida, de convivencia y buen rollo, no se establece en una urna sino en la sesera de un profeta. Esos son los que más me asustan.