El deporte de élite, cuando está lleno de incertidumbre, expectativas, emoción y cambios, es un generador de sentimientos muy potente. Por eso tiene el éxito que tiene y arrastra a millones de espectadores tanto in situ como a través de la televisión.

Está pasando en el actual Giro de Italia. Sin el aplastante dominio que el año pasado ejerció Tadej Pogacar –el ciclista más potente del pelotón y que superaba a sus rivales del Giro por dos o tres peldaños de calidad–, la presente ronda italiana está teniendo un desarrollo interesantísimo, con un joven Isaac del Toro desafiando a corredores más hechos y versados y también a su supuesto jefe de filas, el español Juan Ayuso. A falta de la próxima y tercera semana, donde habrá cuatro etapas terroríficas de montaña, todo está por decidir y nadie sería capaz de augurar un podio sin temor a meter claramente la pata.

Esto es lo que convierte –la igualdad, la competencia extrema– al deporte en lo que es. Siendo Pogacar una bendición para el ciclismo, sus victorias aplastando a todos a 40 kilómetros de meta no dejan de tener un mérito inmenso y formar parte de un palmarés que ya es histórico, pero para el aficionado neutral son mucho más recordadas aquellas que logra cuando alguien –Van der Poel, Vingegaard, quien sea– le planta algo de cara y el desenlace final queda para los kilómetros finales.

Así que los aficionados que no nos jugamos nada en el envite disfrutamos más –al menos yo– con carreras con variables y alternativas y disfrutamos como locos cuando la igualdad y la incertidumbre son la nota dominante, gane luego quien gane. Así han sido muchos grandes acontecimientos deportivos de la historia y son los que te hacen levantar del sillón, sin minusvalorar, por supuesto, las exhibiciones de leyendas como Pogacar u otros. No hay por qué elegir, ambas situaciones son estimulantes, cada cual a su manera.