la Barcina salió del monasterio de Leyre inspirada, por no decir lanzada. La ceremonia litúrgica y gubernamental, plenamente política, debió de hacerle su efecto, como a otros los tripis, empezando por San Virila, que se quedó por el monte unos siglos escuchando a los pájaros, e hizo santamente, porque es lo que nos gustaría hacer a muchos, incluso para siempre, en el caso en que el futuro sea solo una repetición tenaz del presente.

Pero la Barcina no se quedó en el bosque con los pajuaros, para siempre e impagable alivio de la ciudadanía, sino que regresó a su covachuela palaciana y lo hizo inspirada, tal vez demasiado, porque vino dispuesta no a afrontar la acusación de enriquecimiento indecoroso y de dudosa legalidad a costa de la Can, sino a transformar la caduca política y devolverle la dignidad perdida a aquella, así como suena, de golpe y porrazo, como si se hubiese echado a las Cruzadas. Suena al tapiz ese de Sancho VII el Fuerte aplastando moros encadenados a todo aplastar que tiene en el despacho, a no ser que lo hayan cambiado por un Salaverri.

Mete miedo en qué puede consistir, en boca de esta gente, el devolverle la dignidad perdida a la política caduca, como no se trate de una nueva patraña, de una tan creativa como maliciosa mentira, como aquella de la imputación y las destituciones, la que no está dispuesta a asumir ahora. Dignidad perdida o dignidad a secas, si la Barcina se queda donde está no es por dignidad, sino por pura y simple chulería, por arrogancia, por soberbia.

Mantenerse en el cargo cuando está siendo reprobada, cuando solo la complicidad del aparato del Estado en manos del PP impide que sea imputada de manera plena y se vea obligada a responder acerca de cómo se enriqueció, eso es transformar la caduca dedicación a la cosa pública, eso es abogar por la limpieza y porque el ciudadano recobre la confianza elemental, de pura supervivencia, en quienes le gobiernan. No dimitir y no convocar elecciones es apostar de manera decidida por una nueva forma de hacer política que compita con la de los países anglosajones (protestantes), donde la más leve sospecha de corrupción, infracción administrativa, comportamiento inadecuado o falta penal obliga al protagonista o al autor a dimitir. Aquí, no. Aquí por qué, si están sostenidos por gente que haría lo mismo o peor.

Habían inventado una forma de enriquecerse de manera opaca desde las altas esferas políticas y financieras, y eso es lo que el fiscal de Navarra está intentando ocultar, tal vez siguiendo instrucciones gubernamentales. Y es que la Fiscalía general, en España (marca España también esta) está más de parte del Gobierno de turno que de la sociedad o del pueblo, del Estado. Mientras no se remitan al Tribunal Supremo las diligencias instruidas hasta ahora, a la Barcina no se le puede interrogar e imputar, y así puede sestear hasta que dejen de cantar los pajaricos de San Virila y regrese a esa otra realidad, dura realidad, de la que ella y los suyos están ausentes. Mientras tanto sigue en una tierra de nadie, la del no responder ante la justicia ni ante otra sociedad que no sea la de sus secuaces, que tal vez sea lo que en su imaginación devuelve a la política la dignidad perdida.

La intención de la banda de Sanz era clara. De no haberse destapado el saqueo, jamás habría salido a la luz el monto de lo embolsado ni el procedimiento, grotesco y abusivo; jamás una juez habría llegado adonde ha llegado y jamás se hubiesen conocido las actas de la Permanente, actas de la burla, que solo prueban una cosa: esa gente cobraba por no hacer nada, absolutamente nada. Y eso es lo que el fiscal intenta amparar con su actuación, algo que no está de más aplaudir con vigor porque contribuye, y mucho, a que el ciudadano desconfíe un poco más de las instituciones del Estado y las vea como enemigas, que es lo que son.

Este no es un hecho ni una actitud aislada. También el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, está por esa labor de recuperar la dignidad perdida. Por ese motivo ampara y arropa y aplaude a la ministra Mato, otra del bosque de San Virila, donde a poco que te pares a escuchar los pájaros de la gloria bancaria, no te enteras de nada, absolutamente de nada, y puedes vivir en el limbo más completo.

Dignidad. Política. A buenas horas. No pedimos dignidad, pedimos investigación, publicidad, diligencias judiciales, dimisiones. Pedimos cambio político y social sin pactos trapaceros de trastienda cuyo único objetivo es perpetuarse en el poder hecho negocio. Ay, el negocio... Sanz diciendo que se iba a dedicar a las finanzas. Si no fuera tan serio lo que ha sucedido y sucede, andaríamos malos de la risa.

Dignidad, sí, política, social, de verdad, la de Ada Colau, la que les llamó criminales en el Congreso a políticos y banqueros responsables del drama de los desahucios. A la cara, con la necesaria y elemental descortesía que hay que gastar con quienes nos someten. Ada Colau, cabeza más visible de ese potente movimiento ciudadano que es el PAH, que hace unos pocos días ha sido premiado por el Parlamento Europeo con el premio Ciudadano Europeo que se otorga "a personas u organizaciones excepcionales que luchen por los valores europeos". Bravo, demonio, bravo... Claro que eso no es lo que piensa el diputado Iturgaiz, del partido en el Gobierno, que se manifestó de manera airada y trapacera contra dicho premio calificando el movimiento ciudadano de violento, comparándolo encima con la actividad terrorista, cuando es solo ese partido el que desde el Gobierno practica a diario la violencia institucional en todos los órdenes. Dignidad no la de Iturgaiz, perdida en esta trocha, sino la de Ada Colau y la de todos aquellos que están por ella representados, defendidos, alentados, sostenidos.

Es Ada Colau y no San Virila quien puede darle a la Barcina lecciones de regeneración democrática, de dignidad política y de formas de hacer política vigentes actuales, nada caducas, a la escucha de esa parte de la ciudadanía, la más desfavorecida, la que más necesita de medidas políticas urgentes, la más necesitada de que de la cosa pública se ocupe gente que piense en otra cosa que en llenarse los bolsillos de manera opaca y con falta de decoro.