Marca de francobordo
el auge del comercio marítimo a mediados del XIX buscó incrementar el beneficio a expensas de la seguridad de las personas. La codicia de los armadores forzaba a incrementar tanto la carga que, a menudo, el buque quedaba desprotegido ante una mala mar, provocando el naufragio y la muerte de los marinos. Eran tiempos en que un trabajador salía barato, por lo que no había gran incentivo a cambiar la situación. Tampoco se renovaban las flotas comerciales, con barcos antiguos y en mal estado. Para colmo, cuando se intentaban introducir políticas que controlaran la seguridad de los navíos, como pasó en el Reino Unido en torno a 1870, la connivencia entre políticos y propietarios de las empresas convertía todo en un papel mojado.
Samuel Plimsoll, en el parlamento británico, llegó a a acusar los diputados de criminales por negarse a introducir la obligación de limitar la carga de un barco más allá de un nivel de seguridad que, se había comprobado, elminaría de raíz los frecuentes naufragios. Además se podía controlar de forma muy sencilla, colocando un disco bien visible en el centro de la nave que marcara ese nivel máximo de carga, el mínimo francobordo aceptable. Ahora, todos los buques del mundo tienen que llevar el llamado disco de Plimsoll que, cosa del principio de Arquímedes, evidencia si hay más peso del que debiera. La introducción de este mínimo control supuso una mejora social innegable, pero sobre todo evidenció en su tiempo cómo aunque la bondad se nos suponga, conviene controlar a quien puede beneficiarse de una situación. Les dejo esta historia como metáfora. Y ahora piensen qué fácil sería ponerles una marca magnética a los billetes de 500 euros, solo por si las moscas. O cómo seguimos considerando permisibles, incluso de éxito, modelos de negocio en los que los derechos y la seguridad de las personas quedan en entredicho: sea para fabricar móviles o ropa en Asia, o para empaquetar libros para Amazon en Europa.