Cada vez que Yolanda Barcina se va a desayunar a Madrid se nos atragantan las magdalenas.
Yolanda habla y habla y desayuna en foros, en encuentros, en seminarios y en cadenas de televisión y radio cuya tendencia política se sitúa más a la derecha de lo que está a la derecha. Entre pastas de té y zumos de naranja justifica la necesidad de los recortes, manifiesta su confianza en la próxima reforma fiscal, reafirma su fe en la fortaleza estructural de Navarra, que le ayudará a salir de la crisis, a pesar de que de momento los ingresos sigan cayendo en picado, y restriega en las narices de su interlocutor la solidaridad de Navarra para con resto del país subrayando, las veces que haga falta, que el 18% de los ingresos de su Hacienda se los entrega al Estado. Y en ese momento, cuando los invitados al desayuno se disponen a endulzar su café con leche, es cuando empieza la parte de terror del relato: la advertencia de que si no se apoya el proyecto de UPN llegarán los nacionalistas al poder, arrasarán con las instituciones, se sumarán a la deriva separatista catalana y diluirán a Navarra en Euskadi como se diluye un azucarillo en el café.
Es entonces cuando gira la cabeza a la derecha mirando a los invitados del PP y, con la voz un tono más grave, les deja bien claro que es "imprescindible contribuir al máximo a garantizar la viabilidad económica de Navarra" para que no utilicen el fracaso económico como excusa para su absorción. Después, gira a la izquierda, bueno, hacia los comensales del PSOE, y habla del proyecto totalitario de ETA, del desprecio que sienten hacia las víctimas del terrorismo y de las consignas de los radicales de Bildu para que sus militantes se hagan con la enseñanza pública y con puestos directivos en la Administración.
A estas alturas los peperos y socialistas de Madrid ya tienen el corazón en un puño y el cruasán espachurrado entre los dedos, sintiendo sobre sus conciencias la inmensa culpa de la desintegración de España si no apoyan a Barcina.