Tengo un conocido pastafari. Es decir, comulga con los dictados de la religión del Monstruoso Espagueti Volador, el dios que a veces se representa como un amasijo de fideos que envuelven a un par de albóndigas. Como entidad creadora de todo lo visible y lo invisible puede resultar paradójico a los infieles, aunque no más que la Abuela Araña de los navajo o los hopi de las praderas estadounidenses. Por supuesto, una serpiente emplumada es a todas luces mucho más creíble, como explicaban bien en América quienes la llamaron Quetzalcóatl, o Kukulkán, dependiendo de la cultura que tenía claro que las labores de Dios daban forma y sentido al mundo. Claro que no tenían la potencia trinitaria que da más poder y relevancia, que se lo digan a los Zoa Okuninushi, los Tres Creadores de que hablan en Japón.
Sabemos el origen del pastafarismo: Bobby Henderson lo proclamó en 2005, en una carta dirigida al Consejo de Educación de Kansas que acababa de adoptar la obligación de incorporar el mito cristiano de la creación dentro de las clases de biología. Aunque Henderson quisiera hacer una parodia de las religiones y del absurdo de pretender que son asignaturas de ciencias, se cumplió la ley de Poe: no hay manera de saber si es una broma o es seria, si esta religión es más paródica que la creencia hindú de que un dios uno y trino, Brahmá, Visnú y Sivá, el que crea, el que preserva y el que destruye, como dicen cientos de millones de fieles.
Así que no me extraña que este amigo esté considerando hacer como en Polonia, donde la Iglesia del Monstruo del Espagueti Volador es ya una religión oficial. Y lo mismo un día le vemos montando una plataforma para forzar a que las escuelas se llenen de tipos que hablan de ese único y monstruoso dios verdadero. Todo sea, dice, por la educación completa de los niños. Y las niñas.