Llega Halloween y todos los niños se disfrazarán este año de Nicolás, tan repeinados y como de derechas de toda la vida que podrían regentar cualquier dirección general. En vez del truco o trato, los postulantes gestionarán un suculento contrato con los adecuados porcientos y regalías, mostrando unas fotos en compañía de los notables adecuados. Criaturillas. Lo malo es que al día siguiente ni los progenitores ni sus criaturas querrán dejar el disfraz, una vez comprobado cómo es la forma más segura de sobrevivir en esta sociedad zombie. Porque hagamos notar que si un niño pijo como Nicolás pudo colarse tan alto es porque habitualmente ese tipo de cosas pasan. En la meritocracia de derechas (que ha gobernado este país desde siempre) ha valido más ser hijo de, sobrino encantador, repeinado y más bonito que un San Luis, repetir consignas y dorar el ego a los mediocres con mando. Los padres (y las madres) llevan a sus hijos a esos centros escolares elitistas donde, se sabe, establecerán ese contacto que un día les brindará entrar en el gabinete de un político, o conseguir unos cuantos contratos. Un camino que no asegura el éxito, pero lo propicia. Cierto que solo unos pocos, los más espabilados y mejor posicionados, llegarán a entrar en los selectos despachos de los consejos de administración y acabar usando una tarjeta adecuadamente opaca.
¿Terrorífico? Más que las cándidas historias de difuntos o estantiguas. En esta racista y clasista sociedad donde hasta la esperanza de vida viene más determinada por el código postal que por el genético no es raro que se produzca un caso patológico como el del Pequeño Nicolás. Lo increíble es que nadie haya querido ver a las legiones de monstruitos que están ahora mismo escalando peldaños de la respetabilidad social y que mañana serán nuestros dueños. Muertos vivientes o algo peor.