La semana pasada hablaba de cómo la ciencia puede (debe) llegar a la gente de la calle. Porque es lo suficientemente importante como para que podamos entender la inversión que necesita, el desarrollo que promete, la gente que requiere, los mejores de entre los mejores. Y entonces ese pequeño robot europeo se posó en la superficie del cometa. Cientos de personas, en el Planetario, aplaudieron cuando vimos en las pantallas el éxito de ese sorprendente salto, emocionados. He encontrado a mucha gente que de forma espontánea reconocía que habíamos vivido un momento histórico. Sin que fuera a proporcionarnos ninguna solución a nuestros problemas o aportara más que un poco de ciencia básica y desarrollo tecnológico que no nos arregla ningún problema mundial.
Pero también me he encontrado a gente que se mofaba de esa ilusión, para quienes lanzar una lavadora contra una roca lejana no es sino una demostración de lo ociosos que están algunos. Para quienes la inversión en la misión Rosetta les parece indigna “mientras haya hambre en el mundo” (aunque nunca dijeron nada del dineral que cuesta un solo jugador de fútbol o lo que se gasta en mantener armas o rescates bancarios o prebendas o...). Por supuesto, entiendo que haya quienes no vean nada especialmente notable es estas cosas de la ciencia; aún más, a quienes específicamente esa ciencia espacial o teórica les parezca prescindible, cuando deberían ser otras las prioridades. Es injusto echar la culpa a quienes llevan treinta años soñando esta misión, porque ellos no decidieron no investigar otras cosas. Hay otros responsables, siempre los hay, y si ahora algunos han descubierto que se invertía en viajar a un cometa y se ofenden habría que preguntarles si el pequeño robot espacial es el culpable de todos nuestros males, o el peor de nuestros dispendios.