El 23 de febrero de 1926 el físico alemán Werner Heisenberg le comenta en una carta a su colega Wolfgang Pauli algo paradójico y persistente en su trabajo: en el cálculo matricial que está empleando para describir la posición y la velocidad de las partículas atómicas en una nueva mecánica que estaba naciendo de la mano de físicos como los dos mencionados, Heisenberg se encuentra con un límite fundamental. Cuanta mayor precisión pretende al medir la posición de algo, más imprecisión aparece en su velocidad, y viceversa. Esta “principio de incertidumbre” era una de las bases de la nueva física con la que intentamos comprender el Universo, y aunque a menudo se emplee de manera exagerada como que no hay manera de conocer algo con exactitud, resulta básico para comprender cómo la descripción de la física se aleja de lo intuitivo y de lo aparentemente razonable de la observación sencilla, a la vez que permite construir un poderoso edificio matemático con el que hemos podido dominar la materia o viajar al espacio, aunque colectivamente hayamos desistido de entenderlo más allá de algunas metáforas o analogías. Lo importante de lo que Heisenberg describió hoy hace 89 años no es que reconozcamos una cierta imposibilidad, sino que las cosas son así, por más que pretendamos creer que podemos alcanzar el conocimiento completo. Y cómo de esa naturaleza esquiva, estadística o incierta han surgido las más poderosas herramientas de progreso, desde la electrónica a la nanotecnología o los avances biomédicos.
Ando leyendo el sabroso y recomendable ensayo del periodista Vladimir de Semir titulado Decir la ciencia: divulgación y periodismo científico de Galileo a Twitter (Universidad de Barcelona) y gracias a él comprendo que más allá de incertidumbres la ciencia necesita comunicación de calidad. Y responsable. Y crítica...