Hace casi diez años que desde estos pagos no hemos visto a la Luna pasearse por delante del Sol. Así que comprenderán que los que solemos estar mirando para arriba estemos con muchas ganas de que las nubes nos dejen ver el eclipse solar del viernes. Cierto que no tendremos noche en pleno día, porque no será un eclipse total (no veremos uno hasta por aquí hasta el 12 de agosto de 2026, paciencia entonces). Pero será una buena señal para acabar el invierno. De esas cosas que no nos cambian la vida, que no nos afectan y que, sin embargo, convocan a mucha gente quizá por eso mismo, porque estamos un poco hasta más arriba de la coronilla del eclipse de la razón y la decencia a que nos tienen sometidos etcétera. No haré más analogías: no las merecen los chorizos de turno. Pero, como en otras ocasiones he querido comentar, resulta curioso cómo un baile complejo de la Tierra, la Luna y el Sol se convierta por aquello de las casualidades en un momento mágico como aquel que comentó hace poco más de 100 años Juan Ramón Jiménez: “Al ocultarse el sol que, un momento antes, todo lo hacía dos, tres, cien veces más grande y mejor con sus complicaciones de luz y oro, todo, sin la transición larga del crepúsculo, lo dejaba solo y pobre, como si hubiera cambiado onzas primero y luego plata por cobre.”

Unos años antes, en 1860, un niño que se llamaba Santiago Ramón y Cajal se sorprendió con la precisión de los cálculos astronómicos de un eclipse total de Sol que se cumplían, cuando nadie podía prever la caída de un rayo que, unos meses antes, había matado al párroco del pueblo. Me encantan los eclipses por las grandes personas que se enamoraron del mundo al ritmo de esos juegos del escondite celeste. Y porque cada vez que puedo ver uno nuevo renuevo ese contrato con el conocimiento y la ciencia. Romántico que es uno...