En los años 20 se realizaron una serie de experimentos en diversas áreas de producción de una gran empresa eléctrica cerca de Chicago. Los psicólogos intentaban ver si realizando diversas modificaciones en las características de un puesto de trabajo podían mejorar la productividad. Por ejemplo, aumentar o disminuir la iluminación, la temperatura y otros factores ambientales; en otros experimentos seleccionaban algunos trabajadores para ofrecerles un entorno diferenciado; cambiaban las pausas permitidas, los incentivos económicos... Normalmente se suele presentar este estudio como muestra de que la productividad aumentaba cuando se ofrecían cambios a los trabajadores, pero independientemente del cambio: más luz mejoraba a corto plazo el resultado, pero también pasaba con menos luz. La interpretación habitual es que simplemente por participar en un estudio, por sentirse en cierto modo atendido u objeto de interés, la motivación mejora y todos somos mejores.
Lo de la campaña electoral parece similar: ahora se preocupan por nosotros y, dóciles y felices, votamos productivamente. Lo que pasa es que el efecto no funciona de manera tan sencilla, ni siquiera está claro que la productividad no variara en Hawthorne por otros factores que simplemente pasaban por ahí. Tampoco fueron mejoras durareras, y ni siquiera en aquella empresa eléctrica la productividad o la paz social fueron mejores que en otras, porque llegó la crisis económica y allí pasó como en todos los sitios. O sea, lo de siempre: que por más que nos queramos motivar, los dueños del cotarro van a lo suyo. Ya lo dijo aquel gran filósofo (o político populista, a veces es difícil distinguirlos), los experimentos, con gaseosa. Aquí los siguen haciendo con nuestros votos y el gobierno.