En junio se cumplirán 200 años de la celebración del Congreso de Viena, que reunió prácticamente a todos los estados europeos para trazar las fronteras definitivas del continente tras la caída del imperio napoleónico. Entre otros muchos asuntos acordaron condenar el tráfico de esclavos como ‘contrario a la civilización y a los derechos humanos’.
La ONU calcula que fueron 15 millones de personas las capturadas, principalmente en África, y vendidas desde que en el siglo XVI los portugueses comenzaran a llevar esclavos de su colonia de Sao Tomé a América.
Fueron cuatro siglos en los que la tortura y explotación de estas personas se veía como algo absolutamente normal y lícito basándose en la idea de que, sencillamente, unas razas son superiores a otras. Económicamente la esclavitud fue un gran negocio para muchas grandes compañías y familias, muchas de ellas de origen vasco y navarro, por cierto. En la conocida como Compañía de Negros, que tenía su sede en Cádiz, estaba un puentesino llamado Jose Goikoa y un hijo de Uztárroz llamado Francisco Agirre, por ejemplo, como explica el periodista Urko Apaolaza en el número de esta semana en la revista Argia.
Han pasado 200 años y la esclavitud es una de las peores consecuencias de nuestro sistema capitalista. Los niños esclavos, la trata de mujeres y niños, las trabajadoras explotadas por las grandes firmas de ropa, los inmigrantes que llegan a través del Mediterráneo, más de 6.700 en un solo fin de semana de abril, y los miles de ellos que pierden la vida en el intento. Antes llegaban atados con cadenas, ahora, como pueden, después de pagar fortunas a mafiosos y traficantes. Y todos somos un poco culpables de esta situación, nos guste o no.