Tenía dieciséis años y estaba cansada. No terminó el curso. Cuando suceden hechos tan dolorosos e irreversibles como el suicidio de una estudiante víctima de acoso, saltan alarmas que deberían haber sonado antes. La masificación de las aulas, la sobrecarga que sufre el profesorado y la lentitud de los protocolos que provoca la victimización secundaria no son desde luego factores que ayuden. Tampoco el silencio que envuelve estas situaciones. Silencio paradójico frente al ruido habitual en muchas convivencias escolares.

En un número significativo de aulas, los chavales y chavalas no perciben el nivel de agresividad de base. La falta de escucha, las interrupciones continuas, la banalización de los comentarios despectivos, las peleas a tortas, que ya no son un recurso exclusivamente masculino, la diferencia -cualquier diferencia- como diana, la incontinencia que lejos de ser expresión de espontaneidad es una peligrosa desregulación. Se piden con urgencia programas de prevención para el acoso escolar desde edades tempranas.

Hay una cuestión que me parece primordial y que, como tantas otras, he aprendido tarde. La admiración. A la persona de al lado. A eso inexplicable, mezcla de biología, biografía, actitud, respuesta, ese todo compacto y coherente que la constituye como diferente. Todo eso que yo no soy y ante lo cual no puedo sino sorprenderme. Una admiración que nada tiene que ver con los modelos canónicos y oficiales, ni los de antes ni los de ahora, basados todos ellos en el éxito, llegara este mediante el martirio, el poder, la belleza, el dinero o el podio.

La admiración de la que hablo no nace del exceso inalcanzable del otro, sino de la mirada legitimadora, tranquila y satisfecha de su diferencia. Somos personas adultas, ¿Cómo acrecentar esa mirada? ¿Cómo prestigiar el respeto?