En el imaginario colectivo o en la cultura mediática o en la parte en que interseccionan el verano es azul piscina, verde esmeralda, una mesa en la que se sirve una ensalada lujuriante, una brisilla fresca moviendo la cortina durante la siesta o la dilatada oportunidad de ruptura con lo habitual y descubrimientos significativos. Bonito pero, como poco, parcial si no rematadamente falso. Por otro lado, identificar el verano con el salitre que irrita la piel, el sudor perpetuo, las rozaduras en los pies por el calor infame, la arena que no hay forma de sacudirse, el pintoresco y mal señalizado camino rural que no se acaba nunca o la necesidad de capear la amenaza de aburrimiento de la sobreestimulada prole en el caso de que la hubiera es irse al otro lado, ¿no creen? En la mayor parte de los casos, verano es casi siempre lo mismo pero con más calor.

A mí esta estación no es que me fascine demasiado, la verdad. Está sobrevalorada. Las vacaciones, tampoco. La inactividad sostenida por más de cuatro o cinco días me pone nerviosa. ¿Alguien comparte esta sensación patológica? Para buscar el equilibrio y llegar a septiembre con la dignidad al menos justica, al desayunar, lo mismo que durante el resto del año, completo la hoja de tareas diarias. Escribir lo que hay que hacer y hacerlo. Cuando las leo en voz alta, algunas de ellas muestran su verdadera naturaleza: subterfugios para sentirme ocupada. ¿Por qué? Algo me dice que una de las tareas prioritarias y un auténtico reto personal sería pasar una semana sin dar palo al agua y sin sentir ningún atisbo de culpabilidad. Conozco gente que lo hace. Espero que ustedes sean parte de ese grupo saludable. Buen verano.