Hay una figura jurídica eclesial que siempre me ha sorprendido por contradictoria no ya frente a lo laico, sino en su propio contexto religioso, la nulidad matrimonial. Que Francisco la haga gratuita y más rápida no la hace más comprensible. A mí, ya disculparán, me parece un low cost bienintencionado de cara a la galería. No puede negarse que este es un papa amable y tolerante, pero, a pesar de lo llamativo de la noticia, dudo que vaya a la raíz.

Hay que pensar que nadie anula un matrimonio que va bien y que la nulidad invalida el contrato pero no desactiva la frustración, la desgracia o la indiferencia vividas, ni sus consecuencias emocionales, económicas, reproductivas, biográficas en suma, ni devuelve el tiempo invertido ni borra la memoria. Es como decir esto no ha pasado y otra vez a la casilla de salida. Por lo menos ingenuo, ¿no? Un argumento que curiosamente la propia Iglesia no admite a quienes piden que se les borre de los registros de bautismo. Obviamente porque pasó. Distinto es quererse ir.

Extraña que una institución que perdona pecados entre los que se incluyen acciones voluntariamente agresivas contra otras personas no integre el fin de las relaciones que no funcionan a veces incluso a pesar de la buena voluntad de las partes, del mismo modo que tantas cosas no se desarrollan como hubiéramos querido. Existen desconocimientos más o menos involuntarios, evoluciones divergentes, distancias, decepciones, desencuentros, desacuerdos o desastres, cuestiones que justifican la disolución de un vínculo pero no la negación del contrato que un día se firmó. Fue y se quiso que fuera. Pasó. Ahí queda con o sin papeles. ¿Por qué no ocurre lo mismo con el sacerdocio? De ahí se puede salir sin necesidad de negar que se entró queriendo.