El lenguaje humano surgió en algún momento de una amplia horquilla temporal entre hace 2 millones y 400.000 años. Una lengua es un código conocido y aceptado por una comunidad, con un importante grado de estabilidad (mesa se dice mesa durante mucho tiempo) y con la flexibilidad suficiente para adaptarse a cambios y descubrimientos, para comunicar sentidos literales y figurados, para cumplir objetivos descriptivos, humorísticos, líricos incluso. Vaya, que es un ámbito donde se puede circular con una considerable libertad y, a la vez, un instrumento que la amplía al multiplicar hasta casi el infinito nuestra capacidad de expresión.
Y ahí radica el problema. De la abundancia del corazón habla la boca y hay mucha tontería. Hay que pensar que en tiempos prelingüísticos se limitaba a la acción y no iba acompañada de su correspondiente verbalización. Uno o una eran tontos y se limitaban a pifiarla sin decir ni mu. Hoy, un tipo de estupidez consiste en creer en palabras talismán que convierten en importante o irrefutable cuanto nombran y en espolvorearlas como quien echa sal. Una de ellas es gestión. Si en un momento fue un hallazgo expandir su significado de organización, gobierno y agencia a territorios aparentemente vírgenes de tal diligencia como el emocional, hoy asistimos a su empleo indiscriminado y abusivo. Ya no hacemos tortillas, gestionamos huevos.
También es verdad que la tontería ajena ofrece momentos deliciosos. Veo la entrevista a un aristócrata que habla de la gestión de sus fincas agrícolas y de su patrimonio histórico y cultural. Hasta ahí, bien. Pero cuando le preguntan por su corazón -la entrevistadora ya nos había avisado de una presunta ruptura sentimental- el tío se crece y dice: “Está fenomenal, ¡con todo lo que gestiono!”.
Pues eso es gestión y lo demás, tonterías.