“En términos jurídicos, Franco no fue un ladrón, pero sí en términos morales», a esa conclusión llega el historiador Ángel Viñas en su reciente obra La otra cara del Caudillo (Editorial Crítica). El objetivo del trabajo de Viñas es tratar de dilucidar cómo llegó el dictador a hacerse con una fortuna que en 1940 alcanzaba la cifra de 34 millones de pesetas, equivalentes a 388 millones de euros actuales. Es decir, el dictador salió de la guerra, en medio de una represión en extremo cruenta, rico, muy rico, muy por encima de sus emolumentos no ya como militar sino como jefe del Estado. Para Franco la guerra fue un monumental negocio, el negocio de su vida, y lo siguió siendo en la industria imparable del régimen hasta el final.

Eso es lo que se llama un buen botín, de guerra, como si por el hecho de haber participado en ella -y de qué modo- hubiese tenido derecho al pillaje, que es lo que creyeron muchos a su sombra. El panorama que pinta el historiador Viñas es desolador y lo es por doble motivo, no ya porque aporte pruebas y datos del saqueo practicado por el dictador, sino porque hace pensar en que, en efecto, esa voluntad de hacerse con un botín al amparo del régimen ha durado hasta ahora mismo.

Una parte de ese botín consistió en donativos que de manera «voluntaria» entregaba la población a requetés, falanges, militares y toda clase de espontáneos que recorrían los domicilios de las ciudades, piso por piso. Esto está cumplidamente documentado por el antiguo gobernador del Banco de España, Sánchez Asiaín, en su obra La financiación de la Guerra Civil española.

Y no solo eso, sino que hay documentación suficiente para poder afirmar que no todo lo entregado llegaba a manos de quien dirigía la operación permanente de recogida de donativos destinados a necesidades de la guerra y que tampoco todo lo recogido acababa en la cuenta del Ejército alzado. Si el propio general se rodeó de un aparato legal que le permitió hacer lo que le dio la gana con el beneplácito de sus secuaces hasta muy tarde, había alguna legislación, mínima, para recuperar los objetos requisados -desde oro y metales preciosos a obras de arte que se esfumaban e incluso armas arrebatadas al enemigo- y algunas órdenes de las milicias en el mismo sentido, es decir, que no solo el Jefe del Estado se quedaba con algo que no era suyo. De los sótanos del Crédito Navarro salieron objetos de arte que fueron a parar a manos del general Franco, eso al menos se deduce del examen de la documentación que queda.

En cualquier otro país que no fuera este, que el Estado subvencionara una fundación destinada a preservar la memoria y la «figura» de semejante personaje sería un escándalo o un delito perseguible de oficio. Aquí no, aquí ni siquiera se le reprueba oficialmente, se permiten homenajes y se silencia una verdad: aquella fue una dictadura sin paliativos, nada de régimen autoritario. Bien es verdad que tampoco resulta escandaloso el contenido del Concordato con el Vaticano de 1979, modelo de entreguismo político y de abuso clerical que impide en la práctica la consecución de un Estado plenamente laico.

Parece como si desde el sagrado saqueo del general Franco o del propio Queipo de Llano, de cuyas raterías hay testimonio desde los primeros días del golpe militar -Un año con Queipo de Llano: Memorias de un nacionalista, de Antonio Bahamonde-, hasta Rodrigo Rato, el último en llegar a la palestra de la desvergüenza, fuera un contínuum de pillaje del Estado, por lo fino o de mano mayor, algo que ya Dionisio Ridruejo denunció en 1962 para explicar el clima moral que imperaba en el régimen franquista. Lo sucedido en las últimas décadas no hace sino corroborar esa siniestra impresión. Estamos pues hablando de tradición, de idiosincrasia (famosa), de una forma de ser que mucho me temo trasciende los regímenes concretos y el propio tiempo, como si salir rico de la función pública fuera algo no ya inevitable, sino legítimo: una fiesta nacional. Las bodas de Caco. La labor de exculpación y encubrimiento, cuando menos mediático, que perpetra el partido en el gobierno hacia sus militantes y cargos políticos atrapados en sonados casos de corrupción es una llamativa y buena prueba de ello, al margen de unas dilaciones de procedimiento que acaban por difuminar lo que es algo más que falta de decoro hecha norma. Si todos viven de mangarla de una forma u otra, nadie manga... y ad calendas grecas hablarán los tribunales tras una riada de recursos, chicanas procesales, trampas y ciénagas de procedimiento. Un país sembrado de cañas chamuscadas de cohetes.