Yo iba sentada atrás, en la fila de cuatro asientos que recuerda a las excursiones escolares, cuando me subí era el único sitio libre. Cuatro o cinco paradas después, serían las seis y media, se montó el chico. La villavesa se había descongestionado bastante, así que lo vi avanzar con la mochila al hombro. ¿Qué tendría? ¿Veintiocho, treinta años? Vamos, que no era un crío. Al final del pasillo, giró a su izquierda para colocarse en la barandilla que separa la última fila de asientos de la puerta trasera. El asiento de la ventana estaba vacío y en el otro se sentaba una chica de una edad similar a la suya.
El recién llegado se movía con desenvoltura. Se apoyó frente al asiento de la chica. En un primer momento pensé que se conocían, porque él, ya digo, maniobraba con una extraordinaria familiaridad y esta circunstancia podría justificar la cercanía que había elegido habiendo otros lugares vacíos, pero la chica ni se inmutó, así que hubo que descartar esta opción. El chico, nada más elegir su sitio, se quitó la mochila del hombro y la tiró de golpe al asiento vacío, como si fuera suyo, como si estuviera solo. La chica se sobresaltó, tensó los hombros, se irguió y miró brevemente al chico, que no movió un músculo, luego a mi fila, supongo que buscando comprensión, criterio coincidente, una reacción visible que en mi caso se limitó a arquear las cejas y ladear la cabeza. Hasta que me bajé, la chica se mantuvo erguida y mirando hacia la ventana.
El chico ocupó su espacio de pie, el asiento donde colocó la mochila y con su brusquedad e intemperancia estableció un perímetro silencioso. Nos asustó, nos pareció peligroso hablar y no hicimos nada.