Me abstengo de comentar la presentación de un general del Ejército en las listas de Podemos, porque ya total para qué, pero no así referirme siquiera de manera telegráfica a la mentira a bote pronto de la vicepresidente de Gobierno, que ignora a sabiendas lo que significa ser expulsado del Ejército y utiliza esa frase para azuzar a sus votantes. Frente a un acto de libertad ciudadana y democrática, lapo y cañonazo: un general expulsado, tomá. Enrabietarse y armar bulla para que sus votantes sepan lo duro que lo gastan con los rebeldes, los disidentes y los que tienen que ser de los suyos por fuerza.

¿Les retrata ese gesto chapucero? En modo alguno. Ya no, ya están muy retratados, aunque sea en balde, porque a sus votantes les da igual que los gobernantes que han elegido mientan y que todos vivamos en el engaño nacional permanente. Aquí, el que puede permitirse el lujo de mentir lo hace, del presidente de Gobierno al cabo de puertas. El aplauso hace de la mentira verdad; el voto lo mismo, por supuesto, con la toga o el uniforme puestos se pueden hacer virguerías; ni Houdini.

No sé qué futuro nos espera. Lo temo casi más que el presente. No me fío del resultado de las elecciones, ya no. No puedo ocultar que creo más en soluciones de fuerza civil, como la catalana, que por lo menos obligan a abrir un proceso constituyente, a la corta o a la larga, porque hasta hablar de soluciones de 1934, esto es, encarcelar a los líderes, conduce a la ruptura, y ahora mismo a la peor ruptura. El movimiento de Cañamero en Andalucía era otra forma de lucha en pos de una reforma radical del sistema político actual.

Las movilizaciones populares de hace dos años, tanto en sus peticiones o protestas concretas como en el reclamo de un nuevo modelo de Estado, republicano, permitían esperar otra cosa, pero nadie pensaba que lo que nos esperaba con los brazos abiertos o la ancha boca del Tragantúa era la trampa y el cartón, el más de lo mismo, en manos de los mismos, muy parecidos o peores, y la gesticulación teatrera que oculta la nula voluntad de cambios de gran calado. Era de temer que aquella marea popular podía a la corta disgregarse de mala manera, como así ha sido. Pero estaría bien que supiéramos cuánto antes cómo hemos llegado a esto y qué papel ha jugado cada protagonista y cada fuerza política en este desinfle general.

Así las cosas, ni descorazona Soraya Sáenz de Santamaría diciendo la enormidad de que han expulsado del Ejército a un general ni deja de descorazonar. Es lo que tenemos, una desgracia nacional, una plaga bíblica, una peste de mala erradicación, por contagiosa. Está visto que el poder corrompe, se sube a la cabeza, se pierde de vista a la llamada gente de a pie al límite de ser desconsiderado con ella en lo cotidiano y menor (eso quita cuando menos las ganas), haciéndola de nuevo invisible, y las buenas intenciones quedan en eso, en buenas intenciones y en gesticulación de donfiguras, y lo que se impone es la casa de tócame Roque, el Patio de Monipodio, el pastelón de amiguetes y la inamovible casta social.

Trampa y cartón. Malo es falsificar una declaraciones de bienes, dar una por otra, como acaba de saberse ha hecho Esperanza Aguirre, pero peor es negarse a presentarla aduciendo que eso contribuye al cotilleo. ¿Qué cotilleo? Estamos hablando de transparencia, de que queremos estar gobernados por gente de fiar. Cotilleo es la exhibición grosera del propio nivel de vida en las redes sociales: lo comido, lo bebido, lo vestido, lo viajado, lo farreado, lo que debía ser estrictamente privado... eso sí es cotilleo y de la peor especie además, cuando es mucha la gente que ingresa menos del salario mínimo o tiene prestaciones sociales dudosas. Hacer público con qué bienes se cuenta cuando se entra en política y en puestos de gobierno, o de representación institucional a los que van aparejadas notorias ventajas sociales, no. Merecemos un respeto; pero probablemente esté equivocado, algo que admito de antemano.

Es como si estos flecos, estas zaborras de la cosa pública fueran muestras de un estado de cosas que, este sí, este descorazona porque empuja a la deserción del decir las cosas son así y no pueden cambiarse, y solo cabe arrimarse al poder de turno a ver qué puede caernos en la pedrea, en el arrebuche, consentir con el poderoso a sabiendas de que nos enseña los fondillos para, cuando menos, no empeorar nuestra situación personal.