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Lo épico

¿Participa usted en algo grandioso? ¿Se lo ha planteado? ¿Sabría, si decide no postergarlo, a dónde dirigirse? ¿Ha recibido ofertas en este sentido? ¿Cómo sacia o al menos canaliza sus pulsiones épicas? Porque las tendrá, ¿no?

Lo épico imprime ritmo a la realidad, tensión, profundidad, desprecio de lo cotidiano, lo democrático y lo ciudadano por plano, lento y diluido. Lo épico pone y da alas. Y pone de perfil, para la historia, mirando al frente y con la frente despejada. Da relieve y sentido, marco dorado. Ínclitas razas ubérrimas, Allons enfants o Sancho el Fuerte, Sancho el Fuerte, Sancho el Fuerte si volviera. A cualquier nivel y en cualquier momento lo épico es intenso, grupal y resistente. Da calor.

Cómo género, remite a hechos fundacionales y proteicos, esenciales, que nos explican y se convierten en axiomas, relatos irrebatibles sobre la construcción de las sociedades, a menudo a partir de la destrucción de las precedentes, esfuerzos de héroes identificados con el bien común, el combate contra el mal absoluto, el futuro o cualquier otro valor tan indiscutible como intercambiable.

En alguna medida parece necesario. Habrán escuchado relatos dignos de La Ilíada que narran luchas con hacienda a cuenta de un error de veinte euros o brillantes estrategias encaminadas a conseguir que el médico de cabecera incluya la palabra preferente en el volante para el otorrino.

Escucho a un sociólogo francés que hay una necesidad a todas luces excesiva de participar en algo grandioso -un componente épico- en los terroristas que han atentado en París. Y por supuesto, digo yo, un error de juicio para determinar qué es grandioso. ¿Qué gesta memorable puede cimentarse sobre tanta muerte? ¿No es el momento, como sociedad, de hacer universal el alcance y la exigencia de esta pregunta?