Sale el chico de la cazadora marrón, entra la pareja mayor y nos quedamos las tres en el bloque de sillas de este lado de la zona de espera. Ellas se tratan con mucha confianza. Una viene por una otitis recurrente, la otra dice que siente una presión aquí, no en el estómago, no, sino como una tabla debajo de los pulmones, como si a partir de ahí no pudiera pasar el aire y a ratos esa sensación es muy fuerte.
La compañera le pregunta si le duele. Contesta que no es dolor sino una angustia presente durante horas y que cuando necesita coger aire a fondo se pega unos suspiros que para qué. Es cierto, de vez en cuando oigo que respira profundamente.
Después de un silencio la compañera vuelve a preguntar, esta vez por el trabajo. “Pues tú qué te crees -le contesta- de ahí vendrá todo. A salto de mata, sin seguridad, sin saber qué saldrá el mes que viene, sin poder decir no voy que tengo fiebre porque entonces no cobro, sin horario, sin saber si tengo un rato libre o ese rato es un rato sin trabajo que hay que dedicar a buscar más trabajo y ya no sé ni cómo ni dónde. Aquí tiene que haber una fila bien larga de pacientes como yo. Autónomos que van tiesicos tiesicos y la procesión por dentro.”
El médico llama a la compañera que se despide cariñosa. “Gracias -contesta- igual salgo con la pastilla puesta pero para solucionar esto habría que hablar con el consejero o la ministra, y ¿sabes qué te digo? Dudo que les salga llamarme, la gente como yo no llama la atención, y yo no creo que lo haga.”