la reciente sentencia que favorece a la Cifuentes en contra de la alcaldesa de Barcelona Ada Colau, a quien la primera comparó sin ambages con los etarras, pone en tela de juicio el alcance de la libertad de expresión y de las injurias, y el derecho a la propia imagen.
Esa de pertenencia o apoyo a organización terrorista es una acusación grave que al margen del daño social te podía costar caro: la libertad y hasta el puesto de trabajo, como bien sabe quien la lanza, que por eso lo hace. Una acusación que, ahora mismo, convenientemente retorcida por jueces y policías puede hacer que la Ley Mordaza te tronce. Hay gente que ha ido a la cárcel por eso mismo aunque la hayan sacado por la gatera y sin olor de portadas de prensa.
Sin embargo, hace unos meses llamar “puta” a la Cifuentes no fue un legítimo ejercicio del derecho a la libertad de expresión, sino un delito de injurias -que en otros casos no lo es, teniendo en cuenta el desgaste semántico que esa y otras palabras han sufrido con el tiempo- y le costó 1 300 euros de multa al tuitero que la escribió, un don nadie social en comparación a la Cifuentes de los antidisturbios y sus hazañas. Si esto no es una doble vara de medir, que nos digan lo que es.
Estoy convencido que hay jueces que no actúan con arreglo a la ley estricta, a la doctrina que la interpreta y a su conciencia en la equidad, sino con arreglo a su ideología política o sus convicciones religiosas y desde esas perspectivas actúan. Es un convicción íntima, de conciencia, que puede ser errónea, pero que no pueden arrebatarme, que no podemos dejar que nos arrebaten. Que juzguen y sentencien, desde el puesto social que tiene, no podemos oponernos, pero en cambio podemos no admitir, en nuestro fuero interno, el resultado de la sentencia y pensar que Ada Colau fue injuriada, agredida con plena intención de hacer daño en un contexto histórico y social en el que esa acusación de complicidad etarra es grave.
Y por seguir con las libertades de boca y las injurias, o cuando menos con las destemplanzas autoritarias y faltas de elemental decoro. La Villalobos acaba de demostrar que está convencida de que es alguien por encima de los demás mortales. Está visto que puestos como el que ella ha gozado en el Congreso embriagan, colocan a quienes los obtienen -gracias no al esfuerzo personal o la valía, sino a la urnas-, en una posición social muy alejada de la del resto de los ciudadanos, no solo por las colosales ventajas económicas a ellos aparejadas, sino porque con su apoyo se pueden escupir las indecentes palabras dirigidas a Pablo Iglesias o sobre él mismo que ella ha lanzado. Libertad de expresión, claro, como la nuestra al escribir esto. La diputada saliente y esperemos que no entrante, dejó su Candy Crush o sus siestas honorables -dicen las malas lenguas- para quejarse de que Pablo Iglesias acusa al PP de corrupción, lo que a su juicio es un abuso, demostrando con ello que carece de memoria elemental, una capacidad necesaria para cualquier trabajo intelectual, que no debe ser su caso. Es imposible no acordarse de los casos de corrupción grave, de verdad escandalosa, protagonizados por su partido, el PP. Tal vez de todos no, dado su asombroso número, pero sí de algunos de los más sonados, como la financiación negra y requetenegra de su partido, la destrucción de discos duros, la Gürtel y todas y cada una de las actuaciones que han salido a la luz y que harían de su inventario un centón. El suyo, por desgracia, es a todas luces el partido más corrupto que ha gobernado el país desde el franquismo y a él unido.
Doble vara de medir en todos los terrenos. Mientras delegados del gobierno, policías y fiscales se apresuran a acosar e impedir actos populares en los que de cerca o de lejos puedan recordarse a presos o activistas de ETA fallecidos, se permite y protege policialmente un homenaje a un dictador sangriento causante de la muerte de miles de españoles, de los que muchos siguen en las cunetas. El partido en el poder jamás ha condenado el franquismo con el que mantiene serios lazos ideológicos desde su fundación. En Madrid la apología de un dictador fascista, lo que en otros países europeos sería delito, está amparada por la libertad de expresión de la que es garante el más pintoresco Estado de Derecho de la Unión Europea.