Varias veces al día me preparo una infusión. Han hecho falta decalitros para caer en lo desproporcionado de la rutina posterior. Tiro la bolsita usada a la bolsa de materia orgánica. La pequeña etiqueta -6,25 centímetros cuadrados- junto al sobre del que se desprende, a la bolsa de papel. El hilo, ¿será algodón?, ¿solo algodón?, ¿algodón con qué más?, por si acaso a resto y ¡¡¡tachán!!! la grapa (una minigrapa de 5 milímetros de corona e infrapatitas de 2,5 milímetros) que, valga la redundancia, grapa la etiqueta cuadrada al hilo que sale de la bolsita que guarda las hierbas, a la bolsa de plásticos y metales. A mí de pequeña me dijeron que lo que valía la pena estar hecho valía la pena estar bien hecho y me lo creí y consecuentemente, en mi ingenuidad, separo grapas para que el planeta no se sobrecaliente. A las gentes con escasas influencias nos llenan fácilmente de escrúpulos que deberían guardarse para uso propio otras personas con más poder, porque está bien claro que este neurótico melindre clasificatorio y canalizador no me ha dado asiento en la Cumbre de París, donde no sé si se ha tratado o se tratará lo de prohibir las grapas de las bolsas de infusiones.
¿Así mejoraría el planeta? Pues no sé, pero por lo menos millones de personas rectas, cumplidoras y queporminosea perdidas no sentiríamos una estúpida culpabilidad si tiramos mal la grapita y podríamos dedicarnos a cuestiones de mayor calado y relevancia o al mindfulness, que es como un lago escocés pero sin monstruo. Es posible que mañana ya no sostenga esta opinión y se convierta en un residuo mental cuyo destino es el olvido o la risa, pero hoy estoy bastante enrabietada. ¡Qué fácil es meterse con los pequeños!