Al día siguiente del debate a cuatro, solo A comenta que se está replanteando el voto. M pide que cuando salga Rivera, quitemos el sonido a la tele y observemos su extraña gestualidad en la que diferencia el tic más característico, el baile de las manos que se superponen a la altura de los botones de la americana, y otros más oscuros como las manotadas erráticas o el cuello agitado queriendo liberarse de algo. Otra M afirma que Iglesias le subió el azúcar en la última parte del minuto final, que le faltó mandar besicos y una segunda A que la chaqueta de la vicepresidenta parecía la casaca de un kiliki. Todas coinciden en que Sánchez apostilló fuera de tiempo como un crío contrariado y la vice remataba cada intervención con un mental “¡chúpate esa!”.
Del debate de ayer, ustedes mismas y mismos, este texto se entregó antes de su celebración. Es de agradecer que los candidatos se presten a dar la cara, su presencia y su forma de debatir aportan información, cómo no, pero no creo que estos formatos permitan nada más que la evaluación (y aún así controvertida) de la aptitud mediática y discursiva de los protagonistas. La mayoría se cree lo que dice, bien porque lo tenga por cierto bien porque lo ha sostenido como tal el número necesario de veces.
A mí me gustaría que los candidatos y sus equipos se prestaran a otras variantes más exigentes que supusieran mayor respeto y compromiso con la ciudadanía, más allá del dato arrojadizo y la repetición literal de los programas. Echo de menos la presencia de personas expertas en cualquiera de las áreas a debate, gentes que interpelen desde la realidad y el conocimiento, que puedan repreguntar y poner en contexto.